
27 Oct Política y sociedades enfermas
Jo-ann Peña Angulo
No solo le pedimos a la política que normalice las conductas humanas, sino que remedie las desadaptaciones sociales, esos sentimientos y emociones individuales que siendo más comunes de lo pensado, se vienen transformando en representaciones y memorias colectivas.
¿Tiene la política este poder curativo? ¿cómo pueden los políticos y las democracias curar los dolores del alma individual, sus gritos y quejas? ¿Le estamos endosando a la política responsabilidades individuales y familiares? Emergen aquí las historias ideologizadas, que al hacerse familiares se transmiten de generación en generación, condicionando a la niñez a una visión ideologizada del mundo. Sí, a esa visión del mundo que siempre busca en el otro, la culpa y la responsabilidad. Esa visión, que gracias a la reiteración y manipulación de la otredad, mantiene en el traslado de la culpa, el eje de la vida.
Nos encontramos nuevamente con la instrumentalización abusiva del pasado para hacerlo un presente continuo de resentimientos, que inculcados a los más jóvenes, parece transmitirse en una especie de ADN del resentimiento. Pueden crecer esos niños con rencor hacia lo que le rodea, sobre sus hombros cargan los recuerdos de la violencia política de antaño, las narrativas reales o fantásticas de los años oscuros de la libertad. Los más jóvenes se apropian de un dolor que en realidad no les pertenece, un dolor que suele usarse ideológica y políticamente. He aquí el problema, pues dicha apropiación en América Latina no se asimila como un mal recuerdo, al que hay que tener presente para no repetirlo. No, en esta parte del mundo, esos malos recuerdos sirven de inspiración para socavar las instituciones democráticas y para alimentar los resentimientos, que se sirven de la ideología y la política para concretar las sociedades enfermas.
En América Latina especialmente estas experiencias políticas nacionales con el dolor, así las llamaré, se convierten en un sentimiento compartido de odio, cuyas imbricaciones sociales y culturales solo esperan el momento oportuno para desplegarse. Ese resentimiento se plasma en las historias nacionales, que inherente a la ciudadanía, dan vida a un ciudadano que paradójicamente aversa los principios originarios de su condición humana. La libertad comienza a ser cuestionada. Su construcción semántica no involucra responsabilidades ni deberes, las pretensiones son otras. Se intenta imponer exclusivamente, a partir de los derechos y prerrogativas, una democracia en donde la inspiración del bien común se basa en la venganza histórica. Recordemos aquí la tradición griega, en el contexto de la propuesta de Faleas de Calcedonia sobre el reparto como base de la doctrina de la igualdad, Aristóteles expresa:
… riñen entre sí los hombres, no solamente por la desigualdad de las haciendas, sino también por la desigualdad de las dignidades y honras; pero, al contrario, por cada cosa de éstas. Porque la gente vulgar riñe porque no son iguales las haciendas, y los principales porque los igualan con otros en las honras[1].
En este maremágnum de relativismos culturales, en esta parte del mundo, poco importa el tiempo que haya transcurrido entre la época de la violencia política y el presente. Esos años de represión están siempre en el ahora. Son así caldo de cultivo, para la ideologización de la realidad. Impondrán así sus condiciones éticas y morales, debidas o no, harán uso político del dolor.
Se convierten así las historias familiares en expedientes médicos del llamado daño transgeneracional, así me lo confirma una psicólogo clínica, al intentar explicarme el caso chileno. En nuestra conversación sobre dictadura, desigualdades, libertad, le expreso que sin duda hay un problema familiar. Le insisto, desde mi condición de historiadora: “¿pero se inculca el odio y el resentimiento?” . Me responde : “Eso lo explica la historia familiar. Eso no se puede cambiar”. Ante esto, le expreso: “claro que puede cambiarse. No hay que transmitir el odio. Que mejor ejemplo que el pueblo judío” Ella me responde: “Esa es otra historia”
Con las diferencias históricas de ambos casos, me pregunto ¿Acaso no estamos hablando de violencia y política? ¿Hay algún otro pueblo en el mundo que se haya enfrentado una mayor barbarie que el holocausto o la shoá?
Llego a este punto, para explicar que una cosa es transmitir y enseñar la historia aun la más dolorosa, para conocerla, mantener la identidad familiar, para perdonar, para tenerla presente para que no vuelva a repetirse, como lo hace el pueblo judío. Y otra muy distinta, transmitir los resentimientos, el odio y el rencor para concretarlo en venganza. Me pregunto ¿Cómo pueden las democracias lidiar con los resentimientos familiares convertidos en resentimientos nacionales? Traigo aquí el siguiente pasaje:
La experta señala que el trauma se manifiesta en los nietos a través de la construcción del relato en tres momentos. “Ellos parten contando la situación en tercera persona, en una segunda etapa del relato se introduce la opinión, y finalmente, relatan como protagonistas apropiados de la historia y el terror”[2]
Este mecanismo psicológico descrito para el caso de la dictadura chilena suele repetirse en otras sociedades. Los más jóvenes se apropian de un dolor que en realidad no les pertenece, un dolor que suele usarse ideológica y políticamente.
¿Cómo puede la política lidiar con ese dolor? La desigualdad y la pobreza producen y alimentan el resentimiento, pero nada asegura que las mejoras económicas que se hagan desde el Estado, disminuya los males del alma, las prerrogativas constantes por el reconocimiento.
Traigo de nuevo la interrogante, siendo el hombre el centro de los estudios históricos ¿por qué se deja al olvido su naturaleza? Las narrativas de los traumas políticos familiares. las emociones que surgen de ella, los atavismos y los sentimientos juega un papel fundamental en el devenir histórico. La historia no puede entenderse dejando de lado, a lo que denomino el uso político del dolor, es decir la instrumentalización de la democracia como venganza histórica.
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