La risa de Fidel. El triunfo de la revolución cubana

José Javier Blanco Rivero

 

Cuba ha sido un ícono cultural de nuestro siglo. A menudo se la ha visto como un país atrapado en el tiempo, habitado por revolucionarios idealistas que han resistido exitosamente al imperialismo yankee y que soportan abnegadamente el “bloqueo” (en realidad se trata de un embargo comercial) que les asfixia. ”Venceremos”, aquel lema que se lee en sus calles, suena a nostalgia, a utopía, a sueño inalcanzable. Pero la realidad es que Cuba ha sido hasta ahora el Estado con mayor estabilidad política interna en el hemisferio y el que ha llevado a cabo la política exterior más exitosa en los últimos tres lustros. Gracias a la chequera de Hugo Chávez, el apoyo de otros líderes latinoamericanos y una clase política latinoamericana con tradición de izquierdas, Fidel Castro por fin logró su cometido de llevar la revolución al continente. No obstante, para desengaño de la progresía soñadora, la revolución entraña un régimen de terror, represión, pobreza, criminalidad y corrupción que pone jaque el futuro de la democracia y la libertad en el continente.

 

En 1956 Fidel Castro arriba furtivamente a Cuba a bordo del Granma con la intención de hacer una revolución. Casi dos años después, el 1 de enero de 1959, Fulgencio Batista huye del país al perder el apoyo, tanto de las FFAA como por parte de los Estados Unidos. De inmediato, Castro ocupa la capital, se atribuye el derrocamiento de la corrupta dictadura de Batista y da marcha a la revolución cubana.

 

La revolución cubana fue tomada como un hecho simbólico por la opinión pública internacional, ya que el contexto político internacional estaba marcado por las luchas de descolonización que afirmaban el principio de autodeterminación de los pueblos y pretendían la democratización de la política. Entre las dos tendencias presentes dentro de este movimiento, la de izquierda y la nacionalista, el movimiento 26 de Julio se presentaba al mundo como una revolución nacionalista. En este sentido, el triunfo de la revolución cubana fue visto con beneplácito por muchos, incluyendo los Estados Unidos. Sin embargo, tras asumir el poder, Fidel Castro enseguida adopta un conjunto de medidas dirigidas a expropiar las más importantes industrias del país, en su mayoría de capital estadounidense, desatando así la tensión entre ambos países. Corría el año de 1960 cuando Estados Unidos responde con un embargo comercial. El clima político se caldea cuando, un año después, Castro se declara marxista-leninista y se coloca públicamente bajo la influencia de la URSS.

 

Desde entonces el conflicto asume una dimensión global, pues la URSS lograba un aliado en lo que era considerado la esfera de influencia (y más específicamente, el patio trasero) de Estados Unidos. Por ende, lo que comenzó como un asunto diplomático regional pronto se convirtió en un problema de seguridad de primer orden para Estados Unidos y en una oportunidad de oro para la URSS para poner en jaque a su archienemigo. Al cernirse la amenaza comunista tan cerca de sus fronteras, Estados Unidos improvisa una desastrosa invasión militar en Bahía de Cochinos en abril de 1961. El triunfo envalentona a Castro y lo lleva a estrechar más aún sus vínculos con Moscú. En 1962 Jrushchov concibe la idea de equiparar el tablero geopolítico al instalar misiles nucleares en Cuba, tal como EEUU los tenía en Turquía. Esa jugada dejaba al mundo en vilo, pues nunca se estuvo tan cerca de una guerra nuclear. El conflicto se resolvió cuando ambos líderes, Kennedy y Jrushchov, decidieron retirar sus misiles de Cuba y Turquía respectivamente (aunque Estados Unidos no hizo público su parte del trato). Castro enfureció, pero se reconcilió enseguida con los soviéticos, quienes mantenían su maltrecha economía y lo asistían con armas, adiestramiento e inteligencia.

 

Entretanto, la comunidad interamericana no recibía con entusiasmo el giro cubano hacia el comunismo –ni los líderes democráticos como Rómulo Betancourt en Venezuela, ni dictadores como Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana. Sin embargo, a pesar de la desaprobación del rumbo tomado por Cuba y de la creciente intervención cubana apoyando movimientos insurgentes a lo largo y ancho del continente, la comunidad interamericana recelaba de los Estados Unidos: no deseaban que se aprovechase el caso cubano para continuar la política intervencionista norteamericana y rechazaban el accionar unilateral de Estados Unidos frente a la amenaza comunista. De modo que el sentimiento anti-imperialista acobijó tanto a los radicales de izquierda como a los nacionalistas. No obstante, a partir de la iniciativa colombiana se logra excluir a Cuba del sistema interamericano OEA (Organización de Estados Americanos) y algunos países incluso llegan a romper relaciones diplomáticas con la isla. Y posteriormente, durante la crisis de los misiles, se activa el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), por cuyo intermedio participan elementos de la Armada de varios países suramericanos en la escolta de las naves soviéticas fuera de los mares caribeños.

 

La caída del bloque comunista desató lentos cambios en el mundo diplomático. El 31 de julio de 2006 se anunciaba que Fidel Castro dejaba en el poder a su hermano Raúl, por razones de salud. Esto desató una ola de optimismo sobre una pronta transformación del sistema político cubano. En junio de 2009, bajo la diligencia activa de Venezuela, Bolivia y Nicaragua, se aceptó la revocación incondicional de la exclusión de Cuba de la OEA. Entre finales de 2014 y principios de 2015, el primer presidente de color de Estados Unidos, Barack Obama, reconoce el fracaso de la política estadounidense frente a Cuba y decide iniciar el restablecimiento de relaciones diplomáticas. Un año más tarde, concretamente el 25 de noviembre de 2016, muere Fidel Castro, e incrementa el optimismo sobre un cambio de régimen en Cuba –esperanza alimentaba por los signos de apertura que estaba dejando entrever Raúl Castro desde su llegada al poder. Sin embargo, tras no presentarse ningún signo de cambio en la política represiva y dictatorial del régimen y hacerse evidente la complicidad cubana en el deterioro de la situación política en Venezuela, el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, decide en 2017 dar marcha atrás a la apertura propiciada por Obama. En abril de 2018, Miguel Díaz-Canel asume la presidencia del Consejo de Estado y Consejo de Ministros y si algo ha demostrado hasta ahora, es que el Partido Comunista Cubano tiene generación de relevo.

 

El nuevo rostro de la amenaza totalitaria

 

Para comprender el rol que Cuba ejerce actualmente en el continente americano es necesario contextualizar su política exterior en el marco de una gran tendencia que ha pasado inadvertida en la política internacional: la persistencia y diseminación del totalitarismo.

 

Existe la equivocada creencia en que el totalitarismo es algo del pasado; se suele pensar que, a lo sumo, lo que quedaría de aquella época serían algunas “especies en peligro de extinción”, remanentes de la Guerra Fría, como Corea del Norte y la misma Cuba. Nada más lejos de la verdad. El totalitarismo, en realidad, lo que hizo fue mutar de una forma virulenta e inestable que conducía a la guerra y a la ruina económica, hacia una forma de ejercicio del poder con menos énfasis en el terror (aunque igualmente brutal), económicamente viable (al menos en los casos ruso y chino, en donde a cambio de cierto bienestar económico, la población ofrece su lealtad política) y que tolera una oposición moderada institucionalizada.

 

El totalitarismo puede identificarse como un programa político palingenésico con pretensiones de dominación total (esto es, el sometimiento de toda esfera de la vida social a las determinaciones del programa político empleando los más variados recursos de poder) que afecta la forma de organización (a menudo des-institucionalizando el Estado de Derecho y creando jerarquías paralelas cohesionadas en función de la lealtad de una pequeña camarilla hacia su líder), simbolización (por lo general, creando un culto a la personalidad en torno a un líder emblemático, reconstruyendo la historia nacional en función de los fines del programa político, etc.) e instrumentalización (empleando políticas populistas con el fin de ganar adeptos y cuando se estima conveniente recurriendo al terror, bien sea para paralizar a las masas o para castigar disidentes y/o traidores) del poder.

 

Actualmente existen, digámoslo así, dos cepas diferentes de totalitarismo. Ambas son producto de la evolución antes mencionada, pero la primera se ha caracterizado por la cooptación del crimen organizado por parte de los aparatos de seguridad e inteligencia estatal –o viceversa. Estos son Corea del Norte, Cuba y Rusia –y de este modelo ha surgido el totalitarismo venezolano, nicaragüense y boliviano. La segunda se caracteriza por el uso extensivo e intensivo de la más moderna tecnología tanto para el espionaje exterior (lo que incluye espionaje político y económico, tanto en el ámbito público como privado) como para el control del orden interno. Se trata del modelo chino cuyo sistema de crédito social, en vías de implementarse, dejaría como un niño de pecho al Big Brother orwelliano.

 

La primera cepa es mucho menos eficiente que la segunda en la satisfacción de la demanda popular de bienestar. En realidad, lo más característico es la formación de una oligarquía (nuevos ricos o boliburguesía –como la llaman en Venezuela) que se beneficia de favores políticos y de la adquisición de cargos públicos (fuerzas de seguridad e inteligencia, diplomacia, gobierno local y regional, poder judicial, etc.) para ejercer los más variados negocios ilícitos (narcotráfico, lavado de dinero, delitos financieros, corrupción, contrabando, trata de blancas, extorsión, secuestros, la venta de servicios de inteligencia estatal a organizaciones criminales, etc.). La estructura de lealtad se basa en la capacidad que tiene cada miembro de la elite de extorsionar a su superior o a sus subordinados por la participación en hechos de corrupción –sobre todo los que están catalogados como delitos federales en EEUU, de donde el denunciante podría obtener inmunidad con la defección y la cooperación con la justicia de aquel país. La idea es corromper a la sociedad (comprar a la oposición política y permitir que la población se involucre en actividades delictivas fomentando la impunidad) y reinar sobre el caos.

 

La segunda cepa se destaca por una hegemonía unipartidista en lo político y por un modelo liberal a lo interno y un imperialismo hacia el exterior en lo económico. El sistema chino genera cierto nivel de riquezas y bienestar del cual se le permite participar a buena parte de la población –aunque existen en el país formas modernas de esclavitud y zonas de extrema pobreza. La oposición política es instrumental a los fines del gobierno, pues su rol es meramente formal. Aunque el Estado posee empresas de vital importancia para el país, adopta una ideología de racionalidad económica (a diferencia de lo que suele ocurrir en otras partes del mundo, donde el Estado emplea a sus empresas como cajas chicas, arruinándolas) identificando el interés económico de sus transnacionales con el interés nacional. El Estado fomenta el desarrollo tecnológico y se beneficia directamente de sus resultados, implementando tecnologías de control social y de vigilancia electrónica. Estas grandes empresas, como Huawei y ZTE, también venden sus tecnologías de vigilancia a otros Estados de dudosa reputación democrática como Irán y Venezuela, donde también son empleadas para vigilar a disidentes. Lo temible del modelo chino es que se ha convertido en un actor de vital importancia en el sistema internacional, tanto económica como política y militarmente, lo que hace improbable que los Estados democráticos puedan efectivamente ejercer presión a favor de la democratización y la defensa de los DDHH en el país.

 

El totalitarismo ruso también tiene cierta vocación imperialista, aunque otorga una mayor preponderancia a los problemas de seguridad nacional y de expansión de su esfera de influencia regional –en lo que sería una política de continuidad con la Guerra Fría. China, por su parte, es el principal inversor en el continente africano y aspira –hasta ahora con éxito– a hacer lo propio en América Latina. Su influencia comercial le está otorgando una capacidad de apalancamiento casi sin parangón entre otros Estados en el sistema internacional.

 

Aunado a ello, tanto China como Rusia, tienen grandes intereses en la continuidad en el poder de regímenes aliados/tutelares como Cuba, Corea del Norte, Turquía, Bielorrusia, entre otros. La cooperación entre Estados totalitarios es bastante amplia e intensa: no sólo se realizan “acuerdos económicos” y se prestan apoyo diplomático, sino que cooperan en el intercambio de experiencias (¿podríamos decir “transferencia de know-how en técnicas de sostén del poder y represión de la disidencia”?), se transfieren inteligencia, colaboran entre sus empresas de crimen organizado, se brindan apoyo financiero, etc.

 

El caso de la Venezuela de Maduro es destacable. Este país tiene la reserva aurífera más grande de América del Sur, asimismo posee una de las reservas gasíferas y petroleras más grandes del mundo, y por si fuera poco, el país cuenta con reservas minerales de aluminio, hierro, cobalto, vanadio, níquel, uranio, y torio (un mineral radioactivo codiciado por China por tratarse potencialmente de una fuente de energía nuclear limpia, a diferencia del uranio). Lo alarmante del caso no es tanto el interés sino-ruso por los recursos minerales del país, sino la participación de “organizaciones no estatales y/o para-estatales” en estos emprendimientos económicos: por ejemplo, la extracción de oro es controlada en parte por el Estado y en parte por mafias locales en la región suroriental del país, mientras que el uranio y otros minerales son explotados para su propio peculio por grupos irregulares como el colombiano ELN (Ejército de Liberación Nacional) y, según fuertes rumores, por células del grupo radical islámico Hezbollah (bajo la fachada de un tratado internacional de cooperación firmado entre Caracas y Teherán). El Estado venezolano cede la explotación de sus recursos a sus aliados a cambio de apoyo diplomático, militar y dinero para sostener su maltrecho presupuesto público, pero sobre todo para enriquecer a sus corruptas FFAA.

 

Lo cierto es que hoy en día se cierne una amenaza totalitaria sobre el mundo occidental con el potencial de destruir valores como la libertad individual, la igualdad ante la ley y los fundamentos de la verdadera democracia (la representativa); y lamentablemente Occidente ha sido miope ante la verdadera dimensión del peligro.

 

Mayor atención ha acaparado el problema del terrorismo islámico y el fugaz Estado totalitario de Daesh. Sin embargo, sin desestimar estas amenazas, la extensión global del totalitarismo tiene y tendrá consecuencias mucho más duraderas y de mayor calado. En todo caso, la lucha contra el terrorismo ha puesto en evidencia la debilidad del Estado Liberal contemporáneo, dando auge al resurgimiento de fuerzas autoritarias y conservadoras en Europa y Norteamérica –lo que no hace sino oscurecer el panorama futuro.

 

Las razones de la miopía son muchas, entre ellas, a grandes rasgos, podemos identificar tres tipos: ideológicas, epistemológicas y políticas. La miopía ideológica está representada por el nacionalismo. Ya que se da por sentado que los marcos de la política son las naciones, el político (y mucho más aún, el ciudadano común) se vuelve incapaz de concebir al totalitarismo en su dimensión global. Sea en sus primigenias versiones fascista o comunista, el totalitarismo siempre fue un movimiento político con vocación de ejercer la dominación total sobre el globo. Creer que un sistema totalitario es cosa de una nación y que se puede contener dentro de los límites nacionales y tratarse como una singularidad histórica y cultural, resulta sumamente limitado, e incluso, ingenuo.

 

Por otro lado, la miopía epistemológica resulta, en parte, de una derivación del nacionalismo al mundo de la ciencia (lo que Ulrich Beck alguna vez llamó “nacionalismo metodológico”), pero también proviene de una preocupante incomprensión del poder, de los sistemas políticos y del cambio político. Aparentemente, a la comunidad académica le resulta muy difícil comprender que el poder y sus formas de organización, simbolización e instrumentalización, evolucionan. Pretender atrapar a los sistemas políticos en clasificaciones y tipologías conduce al anquilosamiento del pensamiento, impidiéndonos comprender una realidad mucho más dinámica.

 

La miopía política tiene varias raíces. Una de las más preocupantes es la tendencia a identificar el problema con una persona: es Putin, es Fidel Castro, es Chávez, es Maduro, es Lukashenko, etc. El error de esta táctica de exposición del autoritarismo ante la opinión pública consiste en que desconoce que el verdadero problema reside en los sistemas políticos y no en sus figuras principales (que pueden cambiarse o morir y ser remplazadas) y, aunado a ello, reduce el problema a una cuestión de simpatía/empatía y de imagen, de modo que si el dictador en cuestión “cae bien” y logra diseñar una política que limpie o mantenga su imagen favorable, la opinión pública pensará que, después de todo, puede que el tipo no sea tan malo.

 

Pero en América Latina una de las principales debilidades políticas que han permitido que Cuba haya alcanzado tal éxito hasta ahora en la difusión del modelo totalitario y de la franquicia del Estado-criminal, consiste en que la mayor parte de la clase política latinoamericana fue colonizada mentalmente por los conceptos, los íconos e imágenes de la revolución cubana y de la izquierda mundial, sea en sus versiones totalitarias, moderadas o democráticas.

 

El triunfo de la revolución cubana

 

El triunfo de la revolución cubana va más allá de lo evidente, es decir, no nos referimos meramente al derrocamiento de Batista y al cambio de rumbo político en Cuba. No se trata tampoco de una victoria simbólica, como pareció durante mucho tiempo tras todos los fútiles intentos de Estados Unidos y su agencia de inteligencia, la CIA, de acabar con Castro y/o desestabilizar al régimen –siendo la expresión culmen de tal fracaso el reinicio de relaciones diplomáticas auspiciado por Obama. Se trata de que, en el largo plazo, Cuba ha logrado sus objetivos tanto en política interna (implantar el comunismo) como en política exterior (diseminar el modelo cubano y desestabilizar a los regímenes democráticos en el continente).

 

Sin lugar a dudas, la política exterior más exitosa del continente americano en los últimos cincuenta años  y el régimen más estable ha sido el cubano. Resulta imposible comprender a cabalidad el escenario político en América Latina si se pierde de vista este hecho y resultaría oneroso ignorar las consecuencias que esto tiene para el futuro de la democracia y la libertad individual.

 

Si bien en el Movimiento 26 de Julio coexistían elementos de distintas ideologías, Castro se perfilaba secretamente hacia el comunismo (táctica brillantemente descrita por C. Milosz a través de una analogía con el Ketman islámico). Tanto es así que el movimiento contó con el apoyo financiero y militar de la inteligencia checoslovaca –bajo conocimiento y dirección de la KGB. Tan pronto como Castro llegó al poder, el agente secreto Aleksandr Alexeiev se instaló en Cuba y coordinó la asistencia militar y la formación de la inteligencia y contrainteligencia cubana a través del servicio secreto checoslovaco. Castro y sus secuaces pronto eliminaron cualquier disidencia dentro del movimiento y en el país, estableciendo un férreo control sobre la prensa e implementando un régimen de terror, el cual se jactaba de llevar al paredón a cualquiera que fuese acusado de atentar contra la revolución y sus principios.

 

A diferencia de las revoluciones nacionalistas, la ideología revolucionaria de izquierdas estaba y está concebida para cruzar fronteras. En este sentido, la revolución cubana tenía desde el principio una vocación proselitista, apoyando pública y secretamente a cualquier movimiento insurreccional de izquierdas o a cualquier elemento que pudiese ser utilizado para desestabilizar a determinado gobierno. Así, tan pronto se tomó el poder en 1959 se organizó una expedición con la pretensión de atizar un movimiento insurreccional en Panamá; seguidamente se organizó una expedición con el fin de derrocar a Trujillo en República Dominicana; posteriormente en 1963 se intentó encender un foco revolucionario en Argentina, penetrando por la frontera con Bolivia (operación que tres años más tarde reclamaría la vida del icónico Che); se prestó apoyo militar y adiestramiento a las guerrillas que luchaban contra el régimen de Betancourt en Venezuela en 1963 (y en 1967 ya bajo el gobierno de Raúl Leoni); intervendrían activamente durante la revolución sandinista en Nicaragua entre 1979 y 1990; y, fuera del continente americano, Cuba prestó asistencia militar y contrabandeó armas para apoyar al Frente de Liberación Nacional argelino en 1963, al tiempo que tropas cubanas combatieron en el Congo entre 1964 y 1965, en la guerra del Yom Kippur entre 1973 y 1974, en la guerra civil de Angola entre 1975 y 1991 y en la guerra civil etíope entre 1977 y 1988.

 

Tras fallar en todas las tentativas de inducir por las armas una revolución en América Latina (con la excepción quizá de la revolución sandinista en Nicaragua, aunque los sandinistas pronto perdieron el poder), la idea de que la revolución debía ser llevada a cabo por la fuerza tuvo que ser sometida progresivamente a revisión. En principio se pensaba que las condiciones objetivas para la revolución estaban dadas, puesto que la situación socioeconómica de los pueblos era precaria. Sin embargo, tras décadas de formar insurgentes en toda América Latina y de brindarles apoyo militar y de inteligencia a los movimientos guerrilleros, los esfuerzos no rendían fruto. Para colmo, la economía cubana se venía a pique y la URSS atravesaba una profunda crisis que condujo a su disolución. Primero perdió su enlace con la Checoslovaquia comunista y después perdía a su principal aliado y financista. Cuba estaba arruinada. Por otro lado, en cierta medida la Alianza para el Progreso de Kennedy, así como las  políticas populistas y de redistribución de ciertos gobiernos democráticos (como la reforma agraria de Betancourt en Venezuela), le quitaron buena parte de la base sociopolítica al comunismo. Por lo tanto, La Habana buscó otra estrategia y dándose cuenta que el sostén de los Estados estaba en sus FFAA, en vez de tratar de destruirlas militarmente, buscó infiltrarlas.

 

A pesar de todo, la política propagandística del régimen era todo un éxito. La revolución cubana se convirtió en un símbolo de la izquierda mundial y sobre todo en América Latina un símbolo de resistencia contra el imperialismo. Sobre toda una generación de políticos de izquierda dominaban las imágenes de un voluntarioso e irreverente Fidel, de un idealista Che Guevara, de los supuestos logros revolucionarios en materias de salud y deporte y la idea que la ruina del pueblo cubano se debía a un cruel “bloqueo” por parte del infame imperialismo norteamericano.

 

Pronto llegaría el tiempo de esa generación de políticos izquierdistas para llegar al poder y entonces Castro vería los frutos de su política florecer por todo el continente. Hugo Chávez llegaría a la presidencia de Venezuela en 1998, sucedido por Nicolás Maduro en 2013; Lula Da Silva en Brasil en 2003 y posteriormente Dilma Rousseff en 2011; Néstor Kirchner en Argentina en 2003 y después su esposa, Cristina Fernández, en 2007; Manuel Zelaya asumió en Honduras en 2006, al igual que Evo Morales en Bolivia; Daniel Ortega retornaría al poder en Nicaragua en 2007 y en el mismo año Rafael Correa llevaría las riendas de Ecuador; en 2010 José Mujica gobernaría en Uruguay; Ollanta Humala sería presidente de Perú en 2011; y finalmente, Andrés Manuel López Obrador acaba de asumir en 2018 el gobierno de México. Todos ellos han estado vinculados en uno u otro grado de intensidad con la Cuba de Fidel Castro y han servido a sus fines.

 

Venezuela: más que una victoria simbólica

 

Las noticias de la revolución cubana fueron recibidas en Caracas con algarabía –una ciudad que, tras la caída del dictador Pérez Jiménez, respiraba por vez primera los aires de la democracia. Cuando Castro visitó Caracas congregó una multitud en la Plaza O`Leary para escucharle; cuando se reunió con el presidente Rómulo Betancourt le pidió sin mucho protocolo un millón de dólares para promover la revolución. Betancourt le espetó, palabras más palabras menos, que no financiaría a gobiernos comunistas y que Venezuela cuando necesitó libertadores los parió, no los importó. Desde entonces no sólo se sembró una enemistad entre ambos, sino que tras vencer al movimiento insurgente Venezuela se convirtió en un modelo democrático para el continente, dada su estabilidad política y su prosperidad económica.

 

No obstante, casi cuatro décadas más tarde Castro tendría su venganza. A pesar de que las FFAA venezolanas derrotaron militarmente a la insurrección, dejaron colar entre sus filas elementos subversivos. En realidad, tras la huida del dictador Marcos Pérez Jiménez, las FFAA venezolanas fueron un hervidero a partir del cual eclosionaron intentonas de golpe de Estado, tanto de los sectores perezjimenistas y conservadores como por parte de las células de izquierda que buscaban atizar un levantamiento popular. El agotamiento del modelo puntofijista a principios de los noventa, ofreció el momento propicio para que el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 (MBR-200), liderado entre otros por Hugo Chávez, intentase tomar por asalto el poder. Chávez fracasó, pero el puntofijismo también, y con él sucumbió la democracia en Venezuela. El ex golpista llegaba al poder en 1998 a través de los canales institucionales regulares aprovechando el descontento popular, la frustración y el resentimiento de una clase política excluida (los comunistas, socialistas, ex guerrilleros) y de una pléyade variopinta de grupos minoritarios y tribus urbanas.

 

Chávez y su movimiento tenían vínculos directos e indirectos con Fidel Castro –vínculo que Chávez estrechó antes, durante y después de su ascenso al poder. El rol de los guerrilleros venezolanos, tras ser derrotada la subversión armada, había continuado durante décadas en la clandestinidad. Mientras algunos se incorporaron a la vida política y fundaron nuevos partidos como la Caura R y el MAS, otros, con tozudez, decidieron trabajar en la formación de grupos subversivos dentro de las FFAA y en el sector gremial. Tal fue el caso de Douglas Bravo, quien enroló a los hermanos Chávez en varios de sus proyectos y con quienes mantuvo un prolongado contacto a lo largo de sus carreras políticas. Bravo fue uno de los líderes revolucionarios que operó junto a los cubanos en las sierras del Estado Falcón, al centro-occidente de Venezuela (donde también estuvo Alí Rodríguez Araque, quien ocupó varios cargos ministeriales durante el gobierno de Chávez), y a quién se atribuye buena parte de los principios ideológicos que formarían el espinazo de la Revolución Bolivariana.

 

Tan pronto como Chávez asume las riendas del país, inicia un proyecto para conquistar todos los poderes públicos y doblegar cualquier órgano público independiente que pudiese hacerle contrapeso. Tras lograrlo en apenas dos años alinea inmediatamente su política exterior con la cubana y durante sus gobiernos firma innumerables tratados bilaterales con La Habana. Sufre una pequeña debacle pues no contaba con la virulenta resistencia de una hasta entonces adormecida sociedad civil. Gracias a la mediación de la OEA bajo la presidencia de César Gaviria y la Fundación Jimmy Carter, y bajo la tutela de Castro, Chávez consigue superar la crisis saliendo aún más fortalecido. Hacia el 2006, confiado en su poder, decide finalmente mostrar abiertamente sus tendencias ideológicas socialistas (la táctica del Ketman), pero de nuevo la sociedad civil, esta vez bajo la figura del movimiento estudiantil, logra movilizar a la opinión pública en contra de su proyecto de reforma constitucional y sufre una derrota por poco margen en el referéndum de 2007. Con indiferencia, Chávez implementaría de igual modo las medidas más importantes de su reforma socialista mediante la figura jurídica del decreto-ley profundizando así, según sus propias palabras, la revolución bolivariana.

 

Durante su gobierno, Chávez logró establecer en Venezuela un régimen totalitario bajo tutela cubana. Los numerosos tratados de cooperación firmados por ambos países resultaron ser en realidad una fachada para esconder, por un lado, un constante y descarado financiamiento del régimen cubano (aunque muchas veces Chávez transfería dólares a La Habana sin mayores preocupaciones por ofrecer una justificación legal o al menos basada en el interés nacional) –a lo que se sumaba el suministro de petróleo casi gratuito–, y por otro, una creciente e intensa infiltración de personal de inteligencia y contrainteligencia cubano en la administración pública (ministerios, organismos de inmigración, etc.), las FFAA, la inteligencia policial y militar,  e inclusive, en los barrios (zonas populares donde Chávez tenía la mayor parte de su base de apoyo sociopolítica).

 

De lejos, no sólo por motivos simbólicos sino fundamentalmente por razones geopolíticas, Venezuela ha sido la victoria más grande de la “diplomacia” cubana. El poderío petrolero venezolano fue empleado por Cuba y Venezuela para promover sus intereses en la región –situación que ha persistido hasta hace poco, más a causa de las férreas sanciones impuestas por EEUU que por el descalabro ocasionado por el mismo chavismo a la industria petrolera nacional. Ahora Castro contaba con ingentes recursos para lograr su objetivo de diseminar la revolución en América Latina y no tenía que recurrir a la violencia. Caracas financió las campañas electorales de Evo Morales, Cristina Fernández, Manuel Zelaya, Rafael Correa y Daniel Ortega y promovió esquemas de integración regional como el ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas) y UNASUR, mediante los cuales Cuba y Venezuela acrecentaron considerablemente su peso diplomático –aunque Chávez, como figura política protagónica principal, no logró la completa hegemonía regional a la que aspiraba y mucho menos la mundial.

 

Ciertamente, no todos los Estados afectados por el castro-chavismo fueron (o lo han sido hasta ahora) conducidos hacia un modelo totalitario, pero Nicaragua (cosa que resulta muy obvia hoy en día) y Bolivia han seguido el modelo venezolano casi al pie de la letra. Y aquellos que no han destruido completamente sus sistemas políticos, han cooperado en su política exterior y en los foros internacionales con el proyecto político castro-chavista por acción y omisión (aunque, en efecto, el cambio de la marea política con la reciente llegada al poder de varios gobiernos de signo ideológico contrario a la izquierda, ha dado pie a que se tome una actitud más decidida frente a Venezuela, en cuyo esfuerzo la labor del uruguayo Luis Almagro al frente de la OEA ha resultado determinante).

 

La dimensión de la venganza de Fidel Castro contra Venezuela puede observarse con toda claridad bajo el gobierno de Maduro –sucesor designado por Chávez, supuestamente por sus estrechos vínculos con la clase política de la isla. Venezuela es hoy en día un país arruinado económicamente, aislado de la comunidad internacional, sancionado, cercado profilácticamente por los mercados financieros; ha alcanzado niveles de corrupción nunca antes vistos en la historia del país (y quién sabe en otros países, ya que es exorbitante la cantidad de dinero que se manejó en Venezuela durante los años en que el precio del barril sobrepasaba los 100$); escasean los alimentos y productos de primera necesidad; posee unas FFAA operativamente incapaces, instrumento de la más brutal represión contra la sociedad y controladas de cerca por oficiales cubanos; en fin, el país que fue el faro democrático en el continente, se ha convertido en el origen de una de las mayores crisis humanitarias que ha visto América Latina desde que se ha constituido en un sistema de Estados soberanos e independientes. La humillación de los demócratas venezolanos, y en especial de aquellos políticos (fallecidos casi todos) que lucharon contra el comunismo y a favor de la libertad, no puede ser mayor ni más dolorosa.

 

Y si tan sólo fuera Venezuela…Castro también consumó su venganza contra aquel país que llevó a la OEA el plan para su exclusión del sistema interamericano. Fue en Cuba donde el presidente colombiano Juan Manuel Santos firmó en agosto de 2016 un muy favorable y condescendiente acuerdo de paz con el grupo guerrillero FARC–unas FARC con las que Castro cooperó activamente en el negocio de la droga y ante quien no ocultaba sus simpatías políticas e ideológicas.

 

Ciertamente, el problema de la difusión del totalitarismo en América Latina no es cosa de la voluntad de una persona; se trata de una nueva crisis de legitimidad de la democracia que pone en jaque a la libertad individual, tal como nos hemos acostumbrado a vivirla hasta ahora. Pero no deja de ser cierto que Castro tuvo su venganza personal y que logró mucho más que eso. Y no puedo dejar de pensar en aquel dicho popular que dice “El que ríe de último, ríe mejor”.  Esta es la risa de Fidel; la amenaza totalitaria que se cierne sobre el mundo libre y que ha hecho retroceder a la democracia en América Latina es la risa de Fidel. Y sobre todo, Fidel ríe, pues tras arruinar la vida de millones y segar la de miles, murió rico e impune.

 

Por fortuna, algunos signos de esperanza se asoman. Con Trump EEUU ha tomado una actitud decidida en contra de Venezuela y Cuba –país al que reconoce como titiritero de la estructura de poder en Venezuela. La comunidad interamericana a través de la OEA y la comunidad internacional por medio de la UE y la ONU han dado muestras de profunda desaprobación frente las acciones del régimen de Maduro. Pero, ¿será esto suficiente? ¿Se están afinando los reflejos de la comunidad internacional frente a la amenaza totalitaria o sólo se trata de una reacción ad hoc dirigida a un despreciable personaje que ha caído en desgracia?

 

Eso está por verse.

 

Imagen: https://www.flickr.com/photos/alittlefishy/1349432257/

 

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