
08 Sep La llamada al redil de los revolucionarios: historia y fanatismo en Venezuela
Jhonaski J. Rivera Rondón
Algunas reflexiones ya han sido expuestas en Ideas en Libertad, sobre la naturaleza del chavismo. En mi caso, así lo he insinuado en Conversaciones con Raymond Aron así como en otros artículos de ese ciclo. En esta oportunidad trataremos específicamente sobre la enseñanza de la historia como práctica política, ideológica y moralizante para el control total de la sociedad.
En tal sentido habría que referir también a la tesis del imaginario instituyente del socialismo bolivarianismo en el proceso de sacralización y satanización política en Venezuela planteada por la historiadora Jo-ann Peña Angulo, imaginario al cual he intentado aproximarme mediante el análisis de los mitos políticos empleados por el régimen chavista.
Este imaginario instituyente del chavismo tiene como sustrato cultural el marxismo (especialmente en su versión más radical), el bolivarianismo y el cristianismo. Tal imaginario permitió un férreo posicionamiento político, en donde se satanizaba por un lado determinados actores políticos y se sacralizaban otros, predominando en este lado la figura del Teniente (golpista) Hugo Chávez Fría. En este proceso Jo-ann Peña identifica dos fases de este imaginario instituyente, el primero que comprende la década de 1989-1999, en donde la crisis política y económica dio apertura a nuevos actores políticos de la izquierda radical, quienes encontraron oportunidad para desbancar del poder al desacreditado bipartidismo AD-Copei; la segunda fase comprende los años de 1999-2006, en donde el chavismo llegado al poder, intensificó la instauración de su emergente imaginario, para así masificar referentes simbólicos asociados a los nuevos idearios que impulsaba el gobierno de turno[1], valiéndose así del resentimiento y revanchismo social que aseguraba un redil de fanáticos y fervientes revolucionarios.
Los medios de comunicación sirvieron como recurso de ideologización del chavismo, así como la sugestiva propaganda en los productos subsidiados por el Estado venezolano (los productos de MERCAl), pero el mayor logro en este proceso instituyente del imaginario socialista-bolivariano fue mediante la historia. En este sentido el filósofo Friedrich Nietzsche destacaba la capacidad sugestiva y normativa de la instrucción pedagógica de la historia, la cual subrepticiamente podía fomentar un determinado sustrato moral que permitiera definir y regir el comportamiento de los individuos[2], lo que aseguraría cimentar un determinado orden moral, y por tanto arraigar así un imaginario político que reproduzca fieles fanáticos mediante una narrativa histórica unilateral.
En la historia venezolana ´hay tradición política en asumir una labor educativa y moralizante, especialmente tomado por un poder central cuyo referente histórico podría encontrarse en el Discurso de Angostura (1819) de Bolívar, y junto a ello ha sido posible apreciar el papel significativo que ha tenido la historiografía y educación como recursos ideológicos del Estado para su temprano intento de legitimación, y como muestra tenemos el Resumen de la Historia de Venezuela (1840) de Rafael María Baralt[3], en donde además, la conformación de la Academia Nacional de la Historia en 1888 es una expresión institucionalizada del intento de monopolización de la memoria histórica nacional.
No obstante, a lo largo de la historia contemporánea la historia no ha sido una narrativa exclusiva del Estado venezolano, sino que ha sido un arma de lucha política en donde imponer su narrativa histórica implica imponer su identidad política. Por lo que los campos de batalla en las interpretaciones y escrituras de la historia ha sido presenciada en las universidades, en donde la imposición de una narrativa histórica implica la imposición de todo un régimen moral e ideológico que de algún modo puede regular la propia práctica política, y tales narrativas se forjan dentro de susodichos espacios, capacitando a profesionales de la inteligencia que puedan hacerlo, en pocas palabras, que formen intelectuales que construyan narrativas justificador y legitimadoras.
En tal sentido desde un principio actores políticos asociados a la izquierda radical, a esa izquierda comunista han comprendido la importancia de la historia como discurso político legitimador, justificador y moralizante, téngase en cuenta en los tiempos gomecista donde la propaganda clandestina estaba plagada de un relato histórico alternativo al positivista, en donde los tópicos que destacaban eran las luchas de clases, la vindicación del campesino pobre o el indígena y la exaltación de un porvenir proletario y revolucionario, y fue así que a lo largo del siglo XX se consolidó toda una historiografía marxista venezolana, en donde destacan Salvador de la Plaza, Gustavo Machado, Rodolfo Quintero, Domingo Alberto Rangel, y así otros tantos, que a pesar de la profesionalización de la práctica histórica, ello no pudo depurar el alto contenido ideológico de tal historiografía, pudiendo así invadir los espacio académicos, incluso desde el comienzo de la institucionalización del oficio del historia en el transcurso de los 50’.
En consecuencia, en la segunda mitad del siglo XX, el opio marxista seguía forjando mitos ideológicos que daban una visión maniquea del pasado cargada de resentimiento, y entre esos historiadores destaca Federico Brito Figueroa, quien no se cansó de promover una práctica histórica combatiente, cuyo propósito parecía erradicar la historia oficial, lo que lo llevó a consolidar un criterio de posicionamiento historiográfico, el cual caló bastante bien con el imaginario chavista, ya que según Brito Figueroa el historiador militante debía conocer sistemáticamente “…los procesos sociohistóricos que busca la transformación-transustanciación política en beneficio de las grandes mayorías hasta ahora desposeídas.”[4]
La referencia a Brito Figueroa es solo una prueba del éxito que había tenido la izquierda radical en sembrar el opio marxista en los espacios académicos universitarios, de allí que en los años 90’ era perceptible el terreno abonado para el imaginario socialista bolivariano, y la lucha por la enseñanza de la historia no dejaba de ser una lucha por tener control del mecanismo moralizante que diera forma al “hombre nuevo” que asegurara la perpetuación del porvenir revolucionario, por ello había que comenzar con la enseñanza de un nuevo tipo de historia alejada de la oficial.
Lo incrustado del opio marxista de los intelectuales en las universidades, y especialmente asociados a este tema de la enseñanza de la historia es posible notarlo con los balances sobre una encuesta respecto al tema, realizado en 1996 por la Fundación Polar en cinco ciudades venezolanas (Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Maturín y Mérida), y entre las críticas al estado de la enseñanza de historia en los niveles de educación media una apreciación que destaca es la de Carmen Aranguren[5], cuyas conclusiones sintetiza la historiadora Inés Quintero de la siguiente manera:
“Entre los aspectos que destaca el estudio está la presencia de una concepción lineal de la historia, descriptiva, sujeta a criterios cronológicos tradicionales, sin un análisis que remita a la idea de proceso, donde el pasado aparece de manera estática, lejano, desvinculado del presente, sin establecer la relación dialéctica y analítica entre pasado, presente y futuro. Señala la autora la existencia de contenido con una clara orientación eurocéntrica; en los programas se desestima la presencia e historia de los grupos indígenas y se desatiende la complejidad del proceso el cual es presentado como un proceso y espontaneo entre los diferentes grupos étnicos: indígena, blanco y negros esclavos. No se desarrollan los problemas sociales, la desigualdad y las luchas sociales no forman parte de los contenidos programáticos; la independencia se ofrece de actuación de los campesinos en las luchas del siglo XIX, no se explica ni se ofrece información sobre la pobreza…” [las cursivas son nuestras][6]
Las (hiper)críticas realizadas destaca por entrar en coincidencia con otras apreciaciones sobre tópicos que trata “naturalmente” la historiografía marxista, especialmente la que se autodenomina militante. En consecuencia, los aspectos cuestionados a la pedagogía histórica vigente de los 90’ que se hizo desde las universidades coincidían ideológica y moralmente con las promesas que representaba Chávez, lo que de cierto modo significaba la acentuación del imaginario instituyente socialista bolivariano emergente, permitiéndole así reforzar el orden moral que estaba promoviendo, cuya escala de valores parecía simpatizar con la Igualdad como valor de primer orden, supeditando así la libertad al imponer criterios colectivistas sobre los individualistas, de tal modo que con la consigna de pueblo, ella iba acompañada con una narrativa histórica que buscaba “rescatar los hechos olvidados por la historia oficial”, entre los cuales menciona Aranguren, tales como la desigualdad, las luchas sociales y la pobreza, ello en conformidad de constituir una narrativa victimista y revanchista que se valía abiertamente de una deplorable ética del altruismo.
Sin embargo, lo que no prevé las hipercríticas hacia las democracias son los monstruos que pueden despertar, de allí que el trasfondo moral que promovieron las críticas hacia la enseñanza de la historia en los años 90’ desde las academias contenían el germen ideológico del opio marxista, cuyo alcance ideológica se materializó con el impulso de la Colección Bicentenario, que fue la consumación de una obligatoria formación moral bajo los criterios que se imponían desde el Estado venezolano, y de tal modo la esencia de la conciencia histórica chavista iba dirigida a consolidar y asegurar a la posteridad una comunidad moral que mantenga su fidelidad, teniendo así a su disposición un redil de revolucionarios socialista que estuvieran a merced de la educación gratuita.
El mayor grado de expresión fanática de la que se valía la narrativa histórica chavista la expresó América Bracho, coordinadora de los libros escolares de Ciencias Sociales de referida Colección, quien en una entrevista publicada en el Correo Orinoco el 2013 dijo que: “…se le ocurrió la idea de hacer los libros en una oportunidad que estaba viendo al presidente Chávez por televisión”, cuya orientación “liberadora” iba a enseñar al “Verdad”, todo ello porque “la educación es un acto político e ideológico”[7], y de este modo los mitos políticos se engarzaban en la enseñanza de la historia, para solidificar un imaginario socialista-bolivariano que esparciera la irracionalidad de los odios y creencias políticas. Pero además, tal declaración resulta reveladora al considerar las palabras del teórico político, Giovanni Sartoria, el cual sostiene que:
“…el elemento que falta totalmente en los regímenes de propaganda total, cuando todo es adoctrinamiento y el culto a la Verdad sustenta el culto a la Causa. Nótese: un totalitarismo no lo es (no llega a serlo) si no está sustentado por creyentes, por una fe en un “hombre nuevo”, en una regeneración ad imis de la humanidad. En una escatología como ésta los seres vivos se convierten en animales y el fin justifica cualquier medio, incluyendo la mentira pura, la distorsión sistemática (incluso si el ideólogo fanático no la percibe ya como tal). Así un flujo de informaciones se transforma en su opuesto, en un flujo de desinformación y mistificación.”[8]
Y allí reside el mal del chavismo al hacer de sus gobernados unos animales, los cuales tergiversan los más fundamentales valores, como la vida y la libertad, aceptándose así como un mero redil de ovejas prestas al sacrificio del porvenir, pero eso sí, es ese porvenir lo que los hace importante, sin ello no son nada, y eso es lo que pretende transmitir y enseñar la narrativa histórica chavista.
En este sentido, a modo de actualización de la tesis de la historiadora Jo-ann, podemos proponer tentativamente una tercera fase de sedimentación del imaginario instituyente del chavismo, la cual comprende los años de 2008 al 2013, en donde el régimen se preocupa por un mayor control e ideologización de las Fuerzas Armadas, y el continuo reforzamiento del bombardeo mediático para promover su imaginario, cuyo mayor alcance en el ámbito educativo lo tuvo con la Colección Bicentenaria y las sucesivas reformas escolares, dando las condiciones necesarias para la instauración de facto de un régimen totalitario que busca asegurar a la posteridad todo un contingente de hombres nuevos revolucionarios que sigan el propósito del “presidente Eterno”.
A esta situación ha llegado Venezuela, todo ello gracias al despliegue de mitos políticos que han permitido no solo sacralizar la figura carismática de Hugo Chávez, sino hacer incluso de la mediocridad y el altruismo los principales valores de una sociedad, en donde el abandono de sí no importa en nombre de la Revolución.
Lo tratado hasta ahora tácitamente alude a la importancia del intelectual en el entramado de todo este proceso, teniendo una agencialidad importante en la política y los imaginarios, dado que son ellos quienes están capacitados de forjar tales narrativas, y así también construir mitos políticos. Al respecto el historiador inglés, Eric Hobsbawm, llama la atención en este aspecto a la responsabilidad social del historiador, porque es a partir de estas mitologías, que no necesariamente tienen que ser mentiras, sino anacrónicas, donde se pone en juego la vida y la muerte de muchas personas[9], porque lo única que asegura que se jale el gatillo sin remordimiento alguno es una buena narrativa justiciera que lo justifique, tal como constantemente lo hace el chavismo, dándole racionalidad a lo irracional, a la animalidad del hombre, y el desprecio a la vida humano se fomenta difundiendo un malentendido, y esa es precisamente la naturaleza (anti)moral del socialismo del siglo XXI.
Referencias
[1] Jo-ann Peña, Sacralización y Satanización Política: El Imaginario Cultural en Venezuela (1990-2006). Tutor: Luis Manuel Cuevas Quintero. Escuela de Historia. Facultad de Humanidades y Educación. Universidad de los Andes, 2008. pp. 11-12.
[2] Problema que trató en su Segunda Intempestiva: Sobre la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida. Buenos Aires: Zorzal, 2006. Especialmente la relación entre nacionalismo e historia es tratado en la tercera sección.
[3] Para mayor información de este incipiente proceso histórico véase: Nikita Harwich Vallenilla: “La génesis de un imaginario colectivo: La enseñanza de la historia de Venezuela en el siglo XIX”. En Boletin de la Academía Nacional de la Historia, vol. 282, pp. 349-388.
[4] Fragmento proveniente de Federico Brito Figueroa: Historia disidente y militante. Bogotá: Plaza & Janes, 2000, extraído de: Rafael Eduardo Cuevas Montilla: “Entre la práctica profesional y la historia militante: El concepto y la filosofía de la historia en la producción historiográfica de Federico Brito Figueroa”. En Presente y Pasado. Revista de Historia. nº 41, 2016. pp. 22-57. p. 54.
[5] En su momento fue Coordinadora del grupo de investigación Teoría y didáctica de las Ciencias Sociales y directora de la revista del mismo nombre perteneciente a la Universidad de Los Andes.
[6] Inés Quintero: “Enseñar Historia en Venezuela: carencias, tensiones y conflictos”, Caravelle [En línea], vol. 104, 2015. http://journals.penedition.org/caravelle/1576;DOI:10.4000.caravelle.1576
[7] La referencia es extraída de Inés Quintero: Op.Cit.
[8] Giovanni Sartori: Elementos de Teoría Político. Madrid: Editorial Alianza. 1992. p. 161.
[9] Eric Hobsbawm: “Dentro y fuera de la historia”. En Sobre la historia. [Formato epub], Editor digital: Primo, 2017 (1994). 19-49/880.
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