El mito de la soberanía popular: la falacia de la democracia participativa y el sacrificio permanente. II parte

Jhonaski J. Rivera Rondón

 

La democracia participativa y protagónica ha sido un eje central en el proyecto bolivariano y revolucionario del chavismo, un elemento estructurante del socialismo del siglo XXI[1], que siempre ha mostrado hostilidad a los principios liberales y republicanos, por su carácter autoritario y dictatorial desde los tiempos de Hugo Chávez, y que termina de sedimentarse con Nicolás Maduro. Según su principal ideólogo, Heinz Dieterich, la democracia participativa es:

 

…la ampliación cualitativa de la democracia formal, en la cual el único poder de decisión política reside en el sufragio periódico por partidos-personajes políticos. En la democracia participativa, dicha capacidad no será coyuntural y exclusiva de la esfera política, sino permanente y extensiva a todas las esferas de la vida social, desde las fábricas y los cuarteles hasta las universidades y medios de comunicación. Se trata del fin de la democracia representativa —en realidad sustitutiva— y su superación por la democracia directa o plebiscitaria. El parlamento y el sistema electoral de la partidocracia, como los conocemos hoy, son controlados por las elites económicas y no tendrán lugar en la democracia futura. Lo mismo es válido para los monopolios de la adoctrinación (televisión, radio y prensa) y de la producción. La gran empresa privada —que en términos organizativos es una tiranía privada con estructura militar— es incompatible con una democracia real y desaparecerá como tal. Y el Estado, cual organización de clase, irá por el mismo camino.[2]

 

Este largo fragmento demuestra la pretensión de totalización del proyecto revolucionario chavista, que permitió que se erigiera el Estado comunal totalitario, que a costa de la satanización de la empresa privada y la democracia representativa, materializa un acto de posicionamiento que permite la promoción de todo un nuevo orden moral.

 

Esto demuestra la expresión de la falacia de la democracia participativa producto de las distorsiones que produce la mitificación de la soberanía popular, ocultando así el carácter abiertamente tiránico y totalitario de los proyectos revolucionarios. De algún modo esto significa el sacrificio de la libertad por el Ídolo de la Igualdad.

 

La falacia de la democracia participativa parte del presupuesto de reivindicar al pueblo, como un actor político fundamental. Pero el problema de ello en el caso venezolano, es que este discurso se dirigió hacia los sectores pobres, los cuales necesitaban de un enemigo para que tal democracia tuviera su razón de ser. De este modo en Venezuela la partición entre cuarta y quinta República consistió en contraponer una democracia llena de élites corruptas y adineradas a  una promisoria democracia que reivindicaría al relegado pueblo. Nuevamente la historia sirvió como base para alimentar el odio y el resentimiento que alimentó a los fanáticos de la revolución bolivariana.

 

En consecuencia, la democracia participativa brindó plataforma simbólica para el desarrollo del Estado totalitario que instauró el proyecto revolucionario del socialismo del siglo XXI, el cual aprovechaba el carácter absoluto y difuso de la soberanía popular para penetrar en lo más profundo de la cotidianidad de los gobernados. Por lo que siguiendo al sociólogo André Decouflé, la soberanía popular es absoluta porque:

 

…ni grupo ni individuo ninguno reconocen límites a la soberanía en su ejercicio, en todos los momentos, de lo cotidiano revolucionario. Nada es anárquico en la medida en que todo es legítimo, pero todo es anárquico porque todo es desenfrenado. (La noción inversa de la soberanía popular de tipo revolucionario es la de interés general.).[3]

 

Y por otro lado, la soberanía popular es difusa porque:

 

ni grupo ni individuo alguno poseen títulos de privilegio o de función particular sobre una parcela de la soberanía popular. Cada uno (individuo o grupo) posee esa soberanía por sí solo, es su depositario, al igual que los demás. Cada elemento del pueblo es por sí solo el pueblo entero.[4]

 

Estas dos características permiten entender el alcance del mito de la soberanía popular, y dan cuenta del carácter totalitario del proyecto revolucionario de las expresiones más radicales de socialismo y comunismo, especialmente la del socialismo del siglo XXI. En este último caso, el Estado comunal venezolano ha llegado a invadir la cotidianidad de la población, no solo por el grado de precarización e ideologización de las necesidades mediantes mecanismos de control de la pobreza sino debido a cada una de las formas de organización institucional y social que conforman todo un entramado de redes, cuyo proyecto revolucionario se solidifica en la falacia de la democracia participativa, que busca legitimidad revolucionaria en el mito de la soberanía popular. Al respecto, Arturo Sosa detalla cómo a costa de la satanización de la democracia representativa se fomentó otras formas de organización revolucionarias:

 

El liderazgo fundamental de este movimiento tiende a desconfiar de las organizaciones civiles, especialmente de los partidos políticos policlasistas y está convencido tanto de la eficacia organizativa como de las raíces populares de los militares venezolanos. A partir de esa visión de las Fuerzas Armadas, considera que es la organización mejor capacitada para llevar adelante el proceso de transformación de las instituciones públicas e identificarlas con los verdaderos intereses populares y nacionales.[5]

 

De esta manera el chavismo a partir de la falacia de la democracia participativa fortaleció sus fuerzas de vigilancia y represión, para así lograr preservar, no solo la revolución, sino el poder del bloque de gobierno chavista.

 

La soberanía popular alimenta el odio y el resentimiento en la construcción de chivos expiatorios, de allí la modalidad institucionalizada del enemigo, bien sea la burguesía o el imperialismo norteamericano, son ambos referentes perfectos para agudizar el conflicto mediante continuos actos de posicionamiento. De allí, que en la soberanía popular siempre deba haber un enemigo que le de coherencia a la dictadura de la salvación pública, y dinamice así la autogestión y autoprotección.

 

La misma idea de autoprotección resulta nociva ante adeptos a la causa, porque hace de la vigilancia y la violencia el caldo de cultivo para la persecución de aquellos traidores o enemigos que buscan destruir el más grande ideal colectivo. De ahí, que en nombre de la soberanía popular se lleven a cabo cruzadas persecutorias, en donde la vida se vulnera en nombre de un ideal inalcanzable, lo que en otrora fue el cielo, ahora es la sociedad sin clases.

 

La fiesta, la ironía, la violencia, en sus diversos modos (simbólico o físico) comienzan a conformar la cotidianidad revolucionaria para llevar a cabo su pretensión totalitaria, la transformación total del hombre, por ello es que el socialismo del siglo XXI es totalitario (en Ideas en Libertad se han publicado varios ensayos sobre el chavismo como proyecto totalitario) porque su ideal es instituir al hombre nuevo, sin importa el cómo y el cuándo. Y para ello la idea de soberanía popular en el contexto revolucionario refuerza lo dicho.

 

La expresión final de esto resulta ser todo un entramado institucional que vigoriza la soberanía popular mediante el terror, haciendo su principal y más efectiva propaganda de coacción, siguiendo el principio Solzhenitsyn. Y toda una maquinaria del terror revolucionario se encarga de renovar la soberanía popular, tal como explica el propio Decouflé:

 

En primera instancia, su función es clara: borrar de las crónicas de la revolución a los adversarios o los «saboteadores», reales o supuestos, del proyecto revolucionario, del cual se encargan en adelante los grupos de «administradores dotados de los atributos totalitarios de la soberanía popular; esa eliminación apunta en primer lugar a los administradores de la víspera, y, por predilección, a las figuras célebres de los primeros momentos de la revolución; su pertenencia al panteón popular de los héroes revolucionarios impone al Terror que los tiene por objeto un ritual  minuciosamente regulado, el de los procesos políticos ante las jurisdicciones ad hoc que los cargan solemnemente de acusaciones supremas, cuya formulación contiene por sí sola,[6]

 

Esto explica el énfasis del gobierno chavista de arrastrar a las Fuerzas Armadas a plegarse inexorablemente al proyecto revolucionario, cuestión que posibilitó la democracia participativa. Instituyendo así tres niveles de organización revolucionaria para la administración del poder que resguarde a la mitificada soberanía popular: El primero está en aquellos vigilantes con capacidad de aniquilación; y los segundos, aquellos manipuladores del pasado quienes se encargan de erigir el nuevo panteón de los héroes revolucionarios; y por últimos aquellos quienes se encargan de renovar constantemente los ritos de redención e iniciación revolucionaria. El odio resulta ser un fermento crucial para los ritos de renovación del pueblo.

 

Y solo la soberanía popular es el alma que da vida a este magno cuerpo del Estado revolucionario, cuya labor no solo es la autoprotección, sino la construcción del hombre nuevo mediante el terror, de allí lo destructivo de su alcance totalizador.

 

 

Referencias

[1] Siguiendo a la historiadora Jo-ann Peña Angulo, ella sostiene que la democracia participativa sirvió al chavismo para instituir un nuevo imaginario político y cultural, el cual sirvió para desbancar a la ya establecida democracia liberal, lo que le permitió al chavismo imponer su nueva concepción del mundo. Para ampliar tales planteamientos consúltese: Jo-ann Peña Angulo: Sacralización y Satanización Política: El Imaginario Cultural en Venezuela (1990-2006). (Tesis para Optar al Título de Licenciada en Historia). Mérida: Universidad de Los Andes. Facultad de Humanidades y Educación. Escuela de Historia, 2008. pp. 1-14.

[2] Dieterich, Heinz. Socialismo del Siglo XXI. (p. 49). http://gaiaxxi.trota-mundos.com/socialismo.pdf

[3] André Decouflé: Sociología de las revoluciones. Buenos Aires: Proteo, 1968. p. 82.

[4] Ídem.

[5] Arturo Sosa: “El proceso político venezolano 1998-2007”. Revista SIC 700. Diciembre 2007. pp. 487-506

[6] André Decouflé: Sociología de las revoluciones. Buenos Aires: Proteo, 1968.  p. 106.

Imagen: Obra «Jupiter Weighing the Fate of Man«, de Nicolai Abraham Abildgaard

No Comments

Sorry, the comment form is closed at this time.