
19 Jul Serie: «Tribalismo Político». El hombre que no piensa y la ley tribal
Jo-ann Peña Angulo
La trama del pensamiento humano tiene su escenario en la historia. En ese espacio temporal, el hombre configura y planifica la realización de sus ideas y pensamientos. Se levanta allí paradójicamente, la figura del hombre que no piensa. Tiene prohibido hacerlo, normativa y socialmente está destinado a dejar de razonar y argumentar. De atreverse a hacerlo -que lo hace- centrará en torno a él, a los enemigos del pensamiento, personificados en los dueños de la verdad.
¿Cómo se atreve este hombre a contradecir lo permitido y aceptado como ley universal, como verdad nacional y ley tribal? A todo riesgo, el hombre que no piensa se enfrenta a las tergiversadas construcciones de la realidad, derivadas de los conflictos de la historia humana, de las tribus del resentimiento -como explicáramos en un artículo anterior- que dan vida al tribalismo político.
Manipulaciones narrativas que aceptadas como verdades universales, pretenden sumirlo en la domesticación y sumisión bajo la premisa de no pensar, de no contradecir. Surge así el hombre que no piensa. ¿Cómo puede este hombre convertirse en centro de estudio y análisis histórico?
La ucronía, lo hace posible, al incluir la posibilidad o imposibilidad de su existencia. Es la ucronía del hombre que no piensa. Desde los estudios históricos tradicionales es imposible hacerlo, si no puede documentarse, si no está en los manuscritos y ni en los viejos archivos, ¿cómo corroborar su existencia?
Sin embargo, allí en silencio, en los legajos de documentos está el hombre, que por obligación social o imperativo político, debe guardar silencio, acallar sus ideas y pensamientos.
Pero, ¿cómo caracterizar este hombre?. Es una buena pregunta. El hombre que no piensa es ante todo un intelectual, un estudioso, un investigador o profesor universitario. Nace allí, lastimosamente, su tragedia. Sus indagaciones, lecturas y reflexiones, debe dejarlas de lado, ocultarlas como parte del pecado de racionalizar y argumentar. De no hacerlo, será apartado y desechado al olvido. Esta situación parece recrear, un sermón citado por el historiador Isaiah Berlín y comentado por Jacques Esprit, sobre los deberes de los reyes, del 2 de abril de 1662:
«Autoridad, jerarquía, disciplina ciega, obediencia ciega y, para evitar la lóbrega desesperación, renuncia: no hay otra forma de vivir en este valle de lágrimas. Si el rey de Francia vende tierras al rey de Inglaterra o al de España, ¿qué deben opinar sus súbditos? No deben decir ni pensar nada; no tienen derecho a pensar; el rey hace con lo suyo lo que desee»[1]
En otro contexto, así como el súbdito referido por Berlín, el hombre que no piensa del siglo XXI, es el protagonista del devenir. No le falta rigurosidad, experticia ni tampoco creatividad. No es perfecto como ningún ser humano lo es, pero tampoco pretende serlo. Lo único que desea es pensar.
Entre sus investigaciones, las ideas del cambio y transformación, poseen un rol fundamental. Cambios que ineludiblemente se presentan tácita o no, delante de él, lógicos y naturales como parte de la historia misma. Son estos, los que caracterizan sus atrevimientos intelectuales.
No desea cambiar el mundo, especialmente cuando ya se ha conseguido en su camino, las sentencias mortales – con razón o sin ella- que reza: «su trabajo es demasiado ambicioso». Se olvida aquí el legado sobre el cambio que nos deja Marc Bloch cuando nos habla de la importancia del «paisaje del presente» a la hora de interpretar los raros documentos del pasado:
«Aquí, como en todas partes, lo que el historiador quiere captar es un cambio»[2] y ese cambio implica ser conscientes de las prácticas históricas, políticas y culturales de la dinámica histórica.
Este movimiento sugiere la necesidad de estudiar e indagar nuevas posibilidades de estudio sin que esto atente los postulados básicos de la ciencia. Este camino exploratorio de certidumbres e incertidumbres le está vedado al hombre que no piensa. Acudimos nuevamente a Bloch. Esta vez tomamos su petición a los historiadores de las distintas áreas:
«Pero lo único que se les puede decir, a unos y a otros, es que recuerden que las investigaciones históricas no admiten la autotarquia».[3]
El aislamiento o lo que hemos llamado la historia isla no es el camino del conocimiento histórico. El hombre que no piensa concuerda con Bloch. Intenta darle a sus investigaciones la temporalidad del cambio que emana del devenir histórico. Se enfrenta por esa vía con otros enemigos: los dueños de la verdad y de la cientificidad. Valga acotar, que no es su enemigo, pero ellos lo ven como tal.El hombre que no piensa es riguroso de la ciencia, pero se atreve a pensar, a crear, a proponer nuevas posibilidades de análisis. Es visto entonces como apócrifo y sacrilego, al atentar contra lo establecido, al no cumplir con el ritual de iniciación y a aceptación de la ley tribal.
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