
29 Ene Cuerpo y Libertad.
Elizabeth Manjarrés Ramos
Definir la relación cuerpo-individuo-libertad ha sido un lugar constantemente revisitado por la filosofía y las ciencias sociales sin que se haya logrado dar una sentencia satisfactoria y definitiva sobre el asunto. La concepción que se tiene actualmente sobre el cuerpo en las sociedades occidentales se ha visto muy influida por la filosofía dualista tradicional, que rechaza al cuerpo y lo sitúan en un lugar secundario –e incluso negativo– en la constitución del ser humano, frente a la preeminencia y al enaltecimiento de lo que es entendido como su contraparte positiva y liberadora: el alma/mente. Esta dualidad tuvo como primer defensor a Platón en el pensamiento occidental, quien afirmó que el cuerpo además de ser la cárcel del alma[1] es un obstáculo para el conocimiento pues las limitaciones sensoriales del cuerpo imponen barreras para alcanzar la verdad; según este punto de vista, los sentidos crean una ilusión del mundo real que condiciona o confunde al pensamiento, por ejemplo, los colores son longitudes de ondas de luz captadas por la vista, pero como el espectro visual humano sólo es capaz de procesar las longitudes que se encuentran entre los 380 y los 760nm, las que están fuera de este rango no pueden ser captadas y, por tanto, para los humanos resulta imposible conocer la paleta entera de colores existentes en el universo, es decir, el cuerpo nos impide tener libertad de percepción y crea una ilusión de la realidad. El no ser capaces de percibir la realidad tal cual es también obstruye el conocimiento de los otros, lo que implica que el individuo está aislado del resto de sus semejantes en tanto que la comunicación con ellos está limitada por la sensorialidad de los cuerpos presentes y de los condicionamientos del lenguaje verbal, en este sentido, el cuerpo nos aisla y confina en la soledad y la ignoracia.
Por otro lado, el cuerpo también es una prisión de necesidades biológicas irrenunciables como el comer, el dormir, el mantenerse dentro de un rango de temperatura, etc. estas urgencias del cuerpo obnubilan el pensamiento, alteran la atención e impiden que actuemos libremente. Es por ello que, una de las condiciones indispensables para que los humanos seamos libres, según el pensamiento platónico, es aprender a desprenderse de las percepciones corporales que encarcelan la mente y de las necesidades biológicas que imponen obligaciones y distracciones constantes. Por tanto, hablar de cuerpo y libertad resulta incompatible, pues el cuerpo es una especie de atadura irrenunciable que el hombre lleva consigo toda su vida.
Los postulados platónicos han sido replanteados y reformulados a lo largo de la historia del pensamiento occidental, sin perder vigencia. El sociólogo David Le Breton en su obra Adiós al cuerpo[2] plantea que desde los años setenta los hombres han intentado deslastrarse, liberarse de los cuerpos mediante la tecnología, éste vendría a ser el objeto culmen de la lucha entre ciencia y naturaleza: la supresión de la muerte, del dolor y de la fealdad a través del dominio pleno del cuerpo. Se trata pues, del fin del cuerpo y del comienzo de una era postbiologicista, postevolucionista y postorgánica, donde el cuerpo cada día tendrá menor injerencia en las relaciones sociales. Estamos inmersos en una era en la que el desprecio por el cuerpo, hace que el mismo se convierta en objeto de excesiva preocupación para el ser humano, que en su afán por dominarlo debe someterlo a constantes cuidados, cuidados que oscilan entre el narcisismo y la voluntad de control sobre la salud, el dolor y la muerte. Nuestra era pretende convertir el cuerpo en un accesorio manipulable, reconfigurable, del que la vida y la razón humana dependan poco, de allí que se intente superar la barrera de los sentidos creando instrumentos que amplían las capacidades sensoriales, como microscopios o telescopios, y herramientas farmacéuticas para controlar la reproducción, el sueño, el hambre o el placer.
Pero por más que los seres humanos intentemos descorporeizarnos y descorporeizar las relaciones sociales, el cuerpo sigue allí, siendo uno de los blancos de represión y sometimiento favoritos del poder. Uno de los representantes de la filosofía contemporánea que más debatió acerca del lugar central de la corporalidad en el conflicto entre el individuo y el poder fue Foucault quien afirmaba que la corporalidad se oponía a la libertad en tanto que el poder hace de ella un espacio donde ejercer control y donde inscribir el orden social[3]; el cuerpo es el blanco de distintas esferas del poder que buscan en el dominio del cuerpo el control de las estructuras sociales, las jerarquías, las identidades, las conductas e incluso el pensamiento. Estas ideas ya habían sido enunciadas por Mary Douglas[4] quien analizó las correspondencias entre control corporal y control social notando, entre otras cosas, que al aumentar la complejidad técnica y la presión social en las culturas, hay un mayor grado de descorporeización de las formas de expresión y de convivencia; es decir, las sociedades técnicamente más complejas buscan que el cuerpo intervenga en menor medida en las relaciones humanas, lo que implica un mayor control y civilización del cuerpo y sus necesidades, mientras más tecnologías desarrolla un grupo social, más intenta ocultar las manifestaciones escatológicas del cuerpo [5].
De acuerdo con ello, la sociedad occidental tecnocrática se vuelto cada vez más controladora corporalmente, y tal y como enuncia Paul Preciado el poder en esta sociedades ejerce su dominio corporal sobre la población mediante imposiciones sutiles de la industria farmacopornográfica que institucionaliza el cómo, dónde y cuándo se puede manifestar el cuerpo, intentando gestionar la salud y la enfermedad, el dolor y el placer, la sexualidad y la reproducción, entre otros[6]. El control sobre los cuerpos contemporáneos no viene desde fuera, como en las sociedades disciplinarias del pasado, donde el dominio se ejercía por vía de la violencia sobre el cuerpo, por intervención de la ortopedia y con ayuda de las arquitecturas de encierro (prisión, manicomio, cuartel, monasterio, etc.); en la sociedad actual las tecnologías de control entran a formar parte del cuerpo y son incorporadas por los individuos en la mayoría de los casos de forma voluntaria[7]. Las píldoras anticonceptivas son un ejemplo claro de cómo el control social es incorporado por las mujeres que en busca de alcanzar la liberación sexual se someten al control: control sobre la reproducción, sobre las fluctuaciones hormonales, sobre el ciclo fértil, etc. Mientras más queremos liberarnos del cuerpo, más lo atamos a las estructuras de control social de nuestro momento histórico; si bien es cierto que descorporeizar la cotidianidad crea una sensación de libertad, hay que tomar en cuenta que este intento de descorporeización esconde dependencias tecnológicas y farmacéuticas que son justamente contrarias a la libertad corporal pues el control ya no se impone desde fuera sino que se adhiere a las propias estructuras bioquímicas del individuo, se incorporan, generando nuevas urgencias, necesidades y ataduras al cuerpo.
Referencias
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