
13 Sep Serie Revolución Bolivariana: Crónicas del mal. Crónica #6 Crónica de un cronista
Ezio Serrano Páez
Serie «Revolución Bolivariana: Crónicas del mal».
Relatos sobre el daño histórico de un proyecto ideológico
Uno a uno los fue despidiendo. A cada partida, un duelo. Por cada despedida, lágrimas y sollozos contenidos. Pero Juan Briceño, con sus ochenta y cinco años a cuestas, decide quedarse y resistir. ¡Yo no me voy de este pueblo porque soy su cronista! Le dice a Teresa, su esposa, por más de sesenta años. La legendaria pareja, que dedicó la mayor parte de su vida a la formación de jóvenes y niños, ahora deben enfrentar los terribles efectos de la brutalidad política, ensañada contra los más débiles.
Pero el pueblo de Juan ya no es el mismo de sus querencias. De sus viejos amigos, unos han muerto, otros se han marchado y hay quienes, atacados por la desmemoria, ni lo reconocen. El cronista amaneció un día y se reconoció como un perfecto desconocido, en el pueblo en el cual vivió toda su vida. Algo indeseable viene ocurriendo con el patrocinio de las autoridades locales: no sólo los baldíos son ocupados por gente allegada al partido. También las casas de los que se van, son invadidas por extraños provenientes de otras localidades.
El cronista sigue llevando sus crónicas, aunque a nadie parece interesarle. Excepto a los del gobierno. La hostilidad contra su labor se ha hecho oficial pues, se ha convertido en la memoria viva del robo y el asalto a las propiedades. Pronto la solariega casa de Juan se convertirá en objetivo estratégico. La perversión oficial deja correr el rumor de rigor, cuando se prepara el asalto contra sus víctimas:
-¡Ese viejo anda en algo raro! Con la edad que tiene, dizque escribe, ¿en un pueblo donde nadie lee?
Pues sí. Juan no sólo escribe, sino que además lo hace en su PC, tiene su estudio, lleva su archivo personal y tiene muchos libros. Algo verdaderamente insólito en un pueblo ya casi abandonado por el tiempo. Antes de la partida, los hijos de Juan y Teresa les dieron el entrenamiento a sus viejos. También les dejaron los dispositivos tecnológicos para mantener ese vínculo que desafía cualquier longitud y latitud.
Una grave amenaza se eleva sobre los Briceño y sobre los restos de decencia que aún quedan en el pueblo. Siempre bajo el auspicio de las autoridades locales, están surgiendo los Consejos Comunales de los distintos sectores. A estos consejos le colocan nombres de patriotas aguerridos. El sector donde vive Juan, fue favorecido con la creación del Consejo Comunal Argimiro Gabaldón. Clara demostración de la inmortalidad de la estupidez humana.
Los del mentado consejo han tenido una idea genial. Están levantando un censo que les permitirá determinar con precisión, no sólo la cantidad de casas deshabitadas. También se proponen precisar quiénes son los auténticos camaradas, dispuestos a colocarse rodilla en tierra. A partir del manido censo, se hace el registro de quienes reciben el Carné de la Patria, documento esencial para acceder a la caja Clap y al servicio de gas en cilindros.
¿Quién sabe si Argimiro Gabaldón podría sentirse homenajeado por semejante práctica de extorsión política? Lo cierto del caso es que, el Consejo Comunal arrastra su nombre con prácticas que recuerdan el fascismo. El día señalado tocan la puerta de la casa de los Briceño:
–Del censo: Buenos días, venimos a verificar los datos del censo comunal.
-Teresa de Briceño: Si, dígame joven, ¿en qué le puedo ayudar?
–Del censo: No señora, no me va ayudar. Nosotros la ayudaremos a usted. Dígame, tiene el carné de la patria?
– Teresa de Briceño: No mijo, no tengo ese carné, pero tengo mi cédula de identidad, ¿No le sirve?
– Del censo: Jajajaajaj…La viejita me salió comiquita. Mire señora, le aclaro: Sin el carné, no tiene derecho a la caja de comida, y tampoco tiene derecho a los cilindros de gas, ¿Me entendió?
Pero Juan se incorporó a la conversación. Había escuchado claramente la última respuesta del responsable del censo, a lo cual respondió de manera muy serena:
-Juan Briceño: Mire muchacho, nosotros no necesitamos que nos regalen comida. Somos privilegiados porque nuestros hijos nos ayudan. Ustedes deberían darle esa comida a gente que realmente lo necesite. Y en cuanto al gas, si lo necesitamos, pero tenemos derecho a eso porque somos venezolanos, y no vamos a sacar ningún carné para ejercer nuestro derecho.
Del censo: Bueno viejito, está dicho. ¡Después no vengan con llorantina!
El grupo se retiró entre risas y comentarios sarcásticos que no vale la pena mencionar. Pero desde aquél día, la revolución declaró la guerra a la pareja de adultos mayores. Sin duda, una guerra asimétrica, de esas que descocan a los revolucionarios. La saña y maldad del populacho, nunca ha podido diferenciar el honor, de la simple resistencia burguesa. Y la resistencia se vence golpeando donde duele.
Una mañana de cualquier día gris, Teresa se levanta a preparar el primer café de la jornada. Para su sorpresa, no hay gas. La cocina no le quiere acompañar para iniciar el día. Llama a Juan y juntos se dirigen al solar en el cual se colocan los cilindros y la conexión para la cocina. Los cilindros fueron arrancados, alguien los había robado.
A decir verdad, la pareja esperaba un primer ataque. Acudieron a las autoridades para denunciar la pérdida y los posibles autores del delito. Pero sin pruebas, “ustedes son los sospechosos”, les dijeron en la jefatura. Estaban rodeados de nuevos vecinos, casi todos hostiles y cargados de prejuicios frente a la rancia burguesía tradicional del pueblo.
Se compraron una estufa portátil eléctrica, para complementar el uso del fogón que a veces se activaba en el patio. Ahora también debían enfrentar los apagones y añadir la leña a los insumos del mercado. A las pocas semanas del primer incidente, nuevamente Teresa se dirige a la cocina por el primer café de la mañana. Allí consigue dos ladrones cargando con la estufa eléctrica, la licuadora y una vistosa olla. Son ladrones amigables, por eso antes de irse le dicen a Teresa:
-Ustedes deben integrarse a la comunidad o les va ir muy mal. ¡No pueden ser tan jediondos!
Con el pánico desatado, Teresa y Juan analizan la situación. ¿Cómo podemos integrarnos a una comunidad de ladrones? ¿Debemos ser como ellos para que nos acepten? Se comunican con sus hijos en el exterior y la orden es categórica. Deben irse al apartamento de su hija, la que se fue a Lima. Deben abandonar la casa de toda la vida. El lugar en el cual levantaron sus hijos con una idea sobre el bien y el mal. La gran fortaleza espiritual que le dio sentido a la unión familiar, debe ser abandonada, para que los bárbaros puedan saciar, su inveterada sed destructiva.
Pero Juan Briceño se resiste. ¡Soy el cronista de este pueblo! Si me voy, ¿quién escribirá sobre la canalla? ¿Cómo puedo dejar mis libros? ¿Cómo voy abandonar mi archivo atesorado a lo largo de estos años? Por primera vez en 65 años, Teresa confrontó a Juan y decidió dejarlo solo. Recogió algunas de sus cosas personales y se marchó a la casa de su hija.
Al caer la noche del mismo día luctuoso en que Teresa se marchó, se escuchan los gritos y la algarabía. Un grupo numeroso del Consejo Comunal avanza para atacar. La casa de los Briceño es una fortaleza asediada. En su interior, Juan pretende resistir. Pero no imagina la saña que iban a desplegar los invasores. Con hachas y machetes rompieron las puertas. Sin piedad, lo amarraron y le dejaron la cara al descubierto. Debía escarmentar observando el saqueo. Sus libros, el archivo y sus manuscritos, llevados al patio, fueron incinerados.
Al amanecer, aún sale humo de la casa. En el patio todavía arden algunos libros y papeles. Uno de los viejos vecinos, solidario con Juan, se acerca a la escena. Encuentra un Juan aletargado, con la mirada perdida, ensimismado y amarrado en una silla que no robaron. El vecino, lo desata e intenta conversar con él sin lograrlo. Llama a Teresa y ella viene a buscarlo. El cronista fue testigo de un crimen que no puede relatar pues ahora, ni habla ni escribe. La fortaleza ya fue invadida.
Sorry, the comment form is closed at this time.