Memoria de Andrés Rivas (1922-1995). En los campos petroleros del Zulia

Ramón Rivas Aguilar

 

A Rossana  mi otra mirada

 

Miguel de Unamuno, en su libro En torno al casticismo (1895), se planteó la necesidad de transformar la manera de como se escribía la historia en la España de finales del siglo XIX. En efecto, la historia, en esa época, sólo relataba la importancia política y religiosa de los Reyes Católicos, de los monarcas y príncipes, y de las bondades de la Conquista y Colonización, sin tomar en cuenta al hombre de carne y hueso. Se trataba de rescatar, según el filósofo hispano, la historia de hombres y mujeres que vivían bajo la sombra del Imperio; enfoque histórico que él denominó: intrahistoria.  Mas tarde, en El sentimiento trágico de la vida, abordó ese problema desde una perspectiva más filosófica: el fin último de la filosofía es el hombre de todos los días y todas las noches.

 

Posteriormente, el historiador mexicano Luis González González recogió con entusiasmo, esas inquietudes histórico-filosóficas de Unamuno, en sus pequeñas historias, denominada ahora microhistoria. El desmoronamiento del Imperio español con la pérdida de Cuba, la última de sus colonias, produjo la crisis de un enfoque histórico que sólo le interesaba destacar los hechos políticos de una España arrogante. La presencia de la Generación del 98 develó, por medio de sus obras, las voces silenciosas de un pueblo despreciado y humillado por sus aristócratas. Azorín, Pío Baroja, Antonio Machado y otros, recogieron el quehacer cotidiano de hombres y mujeres olvidados por la historia oficial.

 

En ese mismo horizonte, andaba el filósofo Martín Heidegger; un hombre que le gustaba conversar con los campesinos para poder palpar sus alegrías, emociones y nostalgias. Cambió radicalmente la perspectiva de los estudios filosóficos que había perdurado dos mil quinientos años: desde Aristóteles a Hegel, al hombre de carne y hueso se le excluyó de la reflexión filosófica. La filosofía se dedicó a examinar la esencia de las cosas, descuidando al hombre y su relación con el mundo. Asimismo, el filósofo español  Don José Ortega Y Gasset, innovó una nueva forma  del quehacer histórico que tuvo como primacía  la importancia  de los hombres y mujeres  en el ajetreo  de la vida cotidiana. El hombre y su mundo, la vida y el afán de comprender su relación vital  con su entorno natural  y humano.

 

¿Qué pasó con la reflexión de esos filósofos? La bipolaridad ideológica y política sepultó a ambos pensadores. El comunismo y el capitalismo se arrogaron el monopolio de un hacer la historia para ponerla al servicio de los apetitos imperiales. La utopía y el mercado fueron los fundamentos de esas ideologías dogmáticas que destruyeron las voces del hombre y de su cotidianidad. La crisis de la utopía y del capitalismo de estado puso en tela de juicio esos esquemas y creencias que subestimaron al hombre que trajinaba día y noche en el anonimato. Brotó del silencio la pequeña historia, la intrahistoria y la microhistoria. Como diría el poeta Chambery: En épocas de crisis cuan importante es la pequeña historia de hombres y mujeres que expresan magia y belleza ante la sombra y la ruina de los grandes relatos universales.

 

Venezuela no escapó a esos cambios significativos en los distintos modos de percibir la historia nacional ¿Cómo fue ese proceso en nuestro país? El petróleo sentó la base política, intelectual y cultural para la edificación de un discurso historiográfico antimperialista y anticapitalista. Las ideologías de izquierda y derecha contribuyeron a fortalecer el sentimiento nacional que cuestionó el comportamiento del capital petrolero internacional en el país. En ese enfrentamiento y negociación entre el Estado y las empresas petroleras extranjeras, nacía una historia nacional que unificó al país para enfrentar el imperialismo petrolero. El análisis histórico se centró en el estudio de las distintas clases sociales y su relación con  la nación, con las compañías y los imperios. Se escenificó una batalla interesante en el campo de las ideas y de la acción política que produjo una historia viva que consolidó a un Estado y una nación frente al poder planetario. Sin embargo, la nacionalización de la industria petrolera, su internacionalización y apertura debilitó el discurso historiográfico rentista, estatista, anticapitalista y antimperialista. Moría el nacionalismo petrolero con su historiografía. A partir de la década de los ochenta del siglo XX, las escuelas de historia de las universidades nacionales propiciaron, entonces, investigaciones relacionadas con la historia de las culturas, de las mentalidades, de la vida material y de las comunidades. Esta tendencia historiográfica coincidió con el auge del liberalismo, el desarrollo de las finanzas, la expansión de los medios de comunicación y el rol de los ciudadanos en la vida social. Se iniciaba, entonces, un nuevo  ciclo  historiográfico  que se estaba desplegando escala universal.   Es decir,  se imponía  la intrahistoria y otros horizontes  de como  abordar los fenómenos históricos  y  los fenómenos culturales.  Dentro de esa dinámica historiográfica planetaria,  no escapa Carvajal, la sabana  de los dioses, que desde la década de los noventas  está   orientando  los estudios historiográficos  en sintonía con  esos enfoques  que se están  desarrollado a lo largo y ancho  de la geografía universal.

 

En ese contexto histórico  que reflejaba los conflictos y las negociaciones entre el Estado venezolano y las compañías petroleras, el viejo Andrés Rivas (1922-1959) descubrió, con sus propios ojos, el mundo fascinante de los mechurrios, en el Estado Zulia. Mundo que recordó hasta ese día, 14 de diciembre de 1995, cuando voló hacia las nubes para recorrer el sendero de la eternidad. A pesar de su enfermedad y pérdida de la vista, siempre rememoró las largas caminatas por el muro de Lagunillas en aquellos atardeceres, llenos de magia y belleza por el fragor intenso de los mechurrios dispersos por el Lago de Maracaibo. Decía: Los balancines, los taladros, los gasoductos, los tanqueros, las lanchas y las refinerías revelan la grandeza y la osadía del imperio y de las corporaciones petroleras que trajeron progreso y bienestar al país. Pero recalcaba: Aquí se formó un mestizaje cultural que provino de las distintas regiones del interior que hicieron grande a este país y a las naciones del primer mundo. Somos historia y protagonistas de esta industria petrolera que, con esta fuente de energía, mueve la maquinaria industrial del planeta.

 

El abuelo Silvestre, por su parte, decía: El Lago y sus senderos marinos dormitaron por millones de años. Era un paraíso natural lleno de lagunas, ciénagas, manglares y de una flora y fauna rica y bella. El relámpago del Catatumbo fulguraba en  aquellas noches cuando la luna coqueteaba con el oleaje de las aguas del lago. Sólo que un día todo se estremeció con el ruido que produjo aquel taladro al hundir sus dientes metálicos en las profundidades de la tierra y el lago. Brotó  un chorro de oro negro hacia los cielos zulianos. Insectos y ranas disfrutaron de su baño oleaginoso; los indígenas lo nombraron: mene. Cuando solía caminar con estos dos viejos por el muro de Lagunillas, contemplaba ese haz luminoso que parecía atragantar las aguas del lago: el cielo parecía una batalla entre las imágenes de Heráclito y el fuego intenso de los mechurrios.

 

¿Cómo comenzó la historia del viejo Rivas en los campos petroleros, en la tierra del poeta Jesús Enrique Losada? Corría en año de 1939 cuando un joven puso su voluntad, capacidad y responsabilidad al servicio de una patria que salía del letargo gomecista, que padecía el rigor económico de la Segunda Guerra Mundial; que veía con entusiasmo el desarrollo petrolero en la costa oriental del Lago. Un Decreto promulgado por el General de tres soles, Eleazar López Contreras, convocó a un maestro que esperaba contribuir con el destino promisorio de su nación. López Contreras requería educadores para alfabetizar los obreros petroleros provenientes de diversas regiones de la geografía nacional. Andrés Rivas —un maestro que graduó con altas calificaciones en una escuelita del cantón de Escuque, y ejerció la docencia en la Escuela María Dolores de Carvajal—, asumió a cabalidad esa misión. Por cierto, en Carvajal enloqueció con la cabellera hermosa de Libia Aguilar. Tarea difícil de alfabetizar en aquel tiempo en que, por un lado, la malaria afectaba la zona; y, por el otro, las flechas venenosas de los motilones resistían al capitalismo petrolero. Sin embargo, entre 1939 y 1949, el joven Rivas iluminó a aquellos campesinos que demandaban las bondades del verbo de Dios. Estaba consciente de que la educación era el camino para romper las cadenas de las sombras y de la servidumbre. En el Cubo, Casigua, en una carraca para solteros, lo infestó el mosquito anófeles y enfermó, en dos oportunidades, de tuberculosis. La fiebre consumía el cuerpo débil y agobiado de aquel muchacho que demostraba pasión por la enseñanza. Apareció la magia de la medicina: la quinina.

 

El joven Rivas no se dejó vencer por ese bendito mosquito, por la adversidad de la naturaleza, por el intercambio feroz entre flechas y tiros de los esquiroles de la Shell, ni por la arrogancia de los jerarcas de la compañía. Fue un hombre al estilo de lo que escribió Pico de la Mirandola: defendió su dignidad ante las injusticias del poder público y de lo privado. Por tanto, su papel era formar hombres para la libertad y convertirlos en responsables ante el destino de la patria. Fue designado Jefe de Relaciones Industriales de la compañía. Cargo en el que laboró entre 1949 y 1971, satisfaciendo las expectativas de sus subalternos y superiores. Su capacidad, honestidad y responsabilidad le valieron ese ascenso, logrando un equilibrio justo en la Shell para proteger a la empresa, a los empleados y trabajadores. Lo llamaban el hombre sin problemas. Tuvo el olfato para sortear las situaciones difíciles que se le presentaban en la empresa, y nunca utilizó los manuales redactados en el primer mundo para abordar las dificultades con empleados, trabajadores y superiores.

 

Para ello, le bastó la inteligencia criolla y las enseñanzas sabias de los abuelos. Los reclamos los hacía con delicadeza y sentido común. Las sugerencias y recomendaciones siempre las llevaba por escrito. En fin, era un hombre ordenado y disciplinado. Los incrementos salariales y ascensos de Andrés Rivas dependieron siempre de su capacidad, eficiencia y productividad. Conoció a fondo lo relacionado con la industria petrolera: su parte operativa, organización administrativa, seguridad y protección de la industria, cooperativas, sistema de ahorro, planes de crédito, y comisariato; así como de las actividades deportivas, la vida de los clubes, y los distintos roles que jugaban los grupos sociales de la empresa. A la seis de la mañana sonaba el pito para iniciar las labores del día: para las compañías el tiempo era oro. Su faena culminó en diciembre de 1971, cuando se acogió a la jubilación voluntaria propuesta por la Shell. Alquiló un camión Dodge, recogió sus enseres y se vino a Escuque: la tierra de sus ancestros, de los abuelos, de don Silvestre Romero y Natividad Briceño.

 

Mientras tanto en su Escuque, el tiempo era para contemplar el cuchicheo de los bosques, la fragancia de los cafetos y comer las exquisitas guamas. Era la simbiosis del oro negro y del fruto rojillo engarzado entre ramilletes. Con él conocí, en Lagunillas, las gaitas y el cine Flamingo donde tuve el placer de ver la película Los Siete magníficos (Siete hombres y un destino) y la serie de James Bond. También saboreé por vez primera la gastronomía china y los sabrosos platos de la cocina zuliana: desde la iguana en coco y  el  pisillo de baba. En diciembre, apreciaba con emoción el arbolito de navidad proveniente de Canadá. Era hermoso ver iluminados las casas y los pequeños bosques de los campos petroleros por tantos adornos navideños que, para el cantautor de gaitas Rincón González, era como percibir los campos de la llama perenne.  En Bella Vista, uno de los campos donde arraigó más mi espíritu, aprendí a jugar el deporte más popular del mundo: el béisbol. Jugábamos con una pelotita de teipe negro en los terrenos que parecían un lago verdoso. Era el sueño de un infante que jamás podrá olvidar como los cielos se empapaban del oro negro. En las noches, bailábamos el Twis y el rock and roll. De vez en cuando el profesor Genel hablaba de las teorías espiritistas de Joaquín Trincado. El viejo Rivas era, además, un buen lector, le agradaba la música y los acetatos. En las noches disfrutaba de la música criolla (tocaba cuatro y guitarra) y de  los libros de Rómulo Gallegos. Le fascinaban, asimismo, las enciclopedias y era un perfeccionista de la lengua de Cervantes. Era un Borges con la palabra: precisión y claridad. Siempre tenía a mano un buen diccionario. Su pequeña biblioteca contaba con los mejores diccionarios y enciclopedias de la época. Nunca desaprovechó la oportunidad de comentarme la teoría sobre el origen de la especie de Charles Darwin y Mundos en colisión de un escritor ruso. En las madrugadas, cuando recorríamos en un pequeño coche las instalaciones petroleras, el viejo Rivas describía esos dos libros que marcaron su espíritu intelectual. Se comportaba como un racionalista del siglo XVIII que buscaba la razón de ser del hombre y del mundo, sin la hipótesis de Dios: era el Laplace del oro negro.

 

En el día, el viejo Rivas trabajaba en una de las oficinas de la Shell, cerca del muro de Lagunillas. Era fascinante contemplar, desde allí, el lago: sus mechurreos, sus taladros, las inmensas bombonas blancas que contenían gas y petróleo. El abuelo cuando nos llevaba de pesca, en aquellas madrugadas deshilachadas por el relámpago del Catatumbo, contaba como Lagunillas de Agua se extinguió por el fuego maléfico del oro negro. El rostro se le encogía de tristeza y de dolor, lloraba en silencio. Me decía: Nieto parece ser que fue el furor del amor en una cama que movió una lámpara de gas que cayó al lago. Todo se tornó en fuego

 

En las petroleras, nacieron Dixon, Freddy, Jesús Antonio y Ninoska, mis otros hermanos. Su segunda esposa, Yolanda Morillo de Rivas, era una mujer amorosa y buena. Sus padres eran nobles como los héroes y dioses griegos. En las tardes, el viejo Rivas iba de cacería y a tomarse unas cervecitas regionales en El Menito: el juglar de las pasiones. Se paseaba por el campo que pertenecía a la Shell. Paraba su Dodge negro cerca de burro negro para contemplar las aguas de tan misterioso río. Era un poeta que le encantaba las odas de Píndaro. Cuando murió Yolanda, unos primos de papá,  Pedro Rivas y su esposa doña Lila, se encargaron por un tiempo de dos de mis hermanos. Una familia que siempre ocupará en mi corazón un lugar muy especial. Pedro Rivas fue uno de los mejores perforadores en aquella época. Llevó sus enseñanzas al mundo persa. En cualquier rincón de la península de Arabia se encuentra el bello recuerdo de Pedro Rivas, un noble escuquense. De Arabia Saudita trajo un camello que causó furor en su pueblo. Cuenta la leyenda que vació el río Jirajara y el Pozo Siete Reales. Gustaba de las panelas y las sabrositas guamas de un amigo que le apodaban: “el Ministro”. Un día desapareció el camello en una alfombra mágica. Volvió a su desierto. Allí se echó para dormitar en “las mil y unas noches”. El viejo Rivas retornó su mirada a sus orígenes, volvió a sus raíces, a su morada, donde halló otro de sus grandes amores: Mery Parra: una mujer bondadosa dedicada a las personas que requerían de su ayuda. Al caer la tarde, cerca de la Plaza Bolívar, Andrés Rivas, sentado en una silla de madera, fantaseaba con sus dos mundos: el cafeto con sus nubes y los mechurrios del oro negro en los cielos zulianos.

 

 

Referencias

Imagen: obra «The young painter», Pablo Picasso

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