Entrevista: Miguel Martínez Meucci. El totalitarismo es ante todo, el resultado inesperado de un deseo de igualación. (I parte)

Jo-ann Peña Angulo y Jhonaski Rivera

 

Conversamos con Miguel Ángel Martínez Meucci, Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado y Magister en Ciencias Políticas por las universidades Central de Venezuela y Simón Bolívar. Ha sido profesor investigador en las universidades Simón Bolívar, Metropolitana y Católica Andrés Bello en Caracas, y desde 2017 en la Universidad Austral de Chile. Es autor del libro «Apaciguamiento. El referéndum revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana» (Alfa, 2012) y coeditor/coautor de «Transición democrática o autocratización revolucionaria» (Ediciones UCAB, 2016), así como de una docena de artículos arbitrados y más de cien artículos de prensa y divulgación. Actualmente es miembro del equipo directivo del Observatorio Hannah Arendt, del Comité Académico de Cedice Libertad y del Comité Ejecutivo de la Sección Venezolana de LASA.

 

Martínez Meucci ha venido haciendo un  seguimiento sistemático al proceso de desdemocratización que sufre el régimen político en Venezuela durante las últimas dos décadas, con énfasis particular en los procesos de negociación que se han desarrollado entre el chavismo y los sectores que luchan contra su hegemonía. Aquí,  la primera parte de su entrevista:

 

1. Partiendo de su estudio sobre el surgimiento y la vigencia del concepto totalitarismo, ¿por qué el totalitarismo no debe comprenderse solo como un concepto histórico? ¿Puede explicarnos la transición del totalitarismo hombre-masa, propio del siglo XX al totalitarismo hombre-red, del siglo XXI?

 

El totalitarismo, como tal, no es un fenómeno irrepetible. Son irrepetibles el nazismo y el estalinismo, pero no el totalitarismo. Esto lo señala Arendt en los últimos párrafos de “Los orígenes del totalitarismo”. Los elementos esenciales que permiten el desarrollo de una lógica totalitaria y el ejercicio de una dominación totalitaria no han desaparecido en nuestro tiempo, y más bien se han ampliado con el desarrollo de nuevas técnicas y tecnologías.

 

En este sentido, es preciso tener presentes cuáles son esos elementos esenciales. Como fenómeno netamente moderno, y tal como lo vio con claridad Ortega y Gasset, el totalitarismo está vinculado al ascenso de la sociedad de masas. Ésta, a su vez, está relacionada con la idea de revolución en muchos sentidos. La Modernidad reviste un carácter prometeico. Es un proceso por el que progresivamente nos vamos instalando en la idea de que estamos en el derecho y en el deber de asumir una actitud lógica y racional ante las cosas, y de que —finalmente— todos debemos hacerlo. La religión, la tradición, las costumbres, la inclinación ante algo más grande que nosotros mismos, todo eso tiende a desaparecer progresivamente, a perder su entidad como algo digno de respeto. En el plano político esto conlleva el desplome del Antiguo Régimen y la irrupción de una nueva era cada vez más democrática. El Estado debe estar ahora manejado por ciudadanos electos popularmente.

 

Al mismo tiempo, la revolución técnica e industrial que se sustenta en el avance de la ciencia moderna permite que, como nunca hasta entonces, las expectativas de vida de la población mejoren ostensiblemente. No sólo aumenta exponencialmente el número de personas; también tienden a hacerlo las expectativas de cada una de ellas. Las nuevas tecnologías de comunicación e información permiten la circulación global de ideales, símbolos y aspiraciones. Cada vez es más fácil difundir una idea, sea ésta verdadera o falsa. La prensa, la radio, el cine, la televisión, son todos medios de comunicación unidireccional que desde el siglo XX han permitido a quienes los manejan influir poderosamente sobre mentes que, al menos durante un buen tiempo, no estuvieron acostumbradas a discriminar el contenido de los mensajes que recibían. La publicidad comercial irrumpió también con fuerza, mientras que la propaganda —su hermana en el ámbito político; posiblemente su hermana mayor— asume ahora técnicas que la hacen tremendamente eficaz para la movilización de sociedades cada vez más populosas y a veces también más frustradas.

 

Ahora bien, semejante expansión vital necesariamente acarrea conflictos inéditos. Se trata de una empresa grandiosa, colosal, de difícil armonización y conducción. La interacción de tantas voluntades reafirmadas, portadoras de expectativas crecientes, constituye una tarea suprema para todo gobierno. De hecho, diversos estudios muestran la relación entre la súbita frustración de las expectativas crecientes y la irrupción de grandes ciclos de protesta, especialmente en sociedades que se han venido modernizando a cierta velocidad. La nostalgia por el mundo anterior, en el que las personas no debían hacerse responsables de su condición en el mundo, y donde se aceptaba que pudiera haber algo ante lo cual inclinarse, es la contracara del progreso durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, y así fue reflejada por casi todos los sociólogos de esa época. La libertad, con toda la responsabilidad que acarrea, es difícil de digerir. Se anhela la seguridad del grupo, la protección de la costumbre, el control de todo lo que asciende vertiginosamente ante nosotros y cuyo ritmo no nos sentimos capaces de seguir, pero cuyos frutos abierta o secretamente anhelamos.

 

Y aquí es donde entran en juego los totalitarismos. El totalitarismo es, ante todo, el resultado inesperado de un deseo de igualación, Gleichshaltung. Es la garantía de que el progreso y las promesas de la Modernidad podrán llegar a todos a través de la fuerza del colectivo que “verdaderamente” se toma el Estado. Se asume que sólo esa fuerza es capaz de romper con las mentiras de quienes hablan de esa libertad aparentemente insuficiente que permite la ley, que sabe a poco y luce falsa o incompleta a ojos de muchos. Así, los medios de organización y comunicación que ofrece la técnica son empleados por el totalitarismo para la movilización de grandes contingentes de personas que imponen la uniformización progresiva, material y visible de la población. En la identidad común y la igualdad absoluta se alcanza esa sensación de seguridad, cohesión y certidumbre que la libertad moderna no produce automáticamente, haciendo que quien se oponga ello aparezca como injusto, egoísta, (in)diferente y peligroso.

 

Todo esto sigue presente en el mundo de hoy, cuando nuevamente experimentamos un profundo salto tecnológico y expectativas crecientes, en un contexto dominado por la primacía suprema del ethos de la voluntad popular, grupal, colectiva. La revolución técnica de las redes sociales implica nuevamente un hecho ante el cual no estamos acostumbrados —al igual que sucedió en su momento con la irrupción de la radio, el cine y la TV— y cuyas consecuencias aún somos incapaces de prever. Pero las redes sociales son sólo el aspecto más visible de un fenómeno más profundo y general: el paso de las sociedades piramidales del siglo XX a las sociedades reticulares del siglo XXI. Casi todas las formas de organización no estatal (empresas, asociaciones civiles, organizaciones terroristas y narcotraficantes, flujos de comunicación, mercancías e ideas, etc.) se han potenciado al punto de desplazar la organización piramidal que concentra en un sólo punto la toma de decisiones para sustituirla por múltiples centros de decisión que no siempre funcionan armónicamente, y cabe preguntarse si algo parecido no podría pasarle al propio Estado en algún momento. De momento, nuevas formas de guerra parecen apuntar hacia el ejercicio indirecto y desconcentrado de las operaciones militares, donde el Estado ya no es la entidad que las conduce con claridad. De este modo, en las dinámicas totalitarias de nuevo cuño, las organizaciones paraestatales consustanciales al totalitarismo podrían estar funcionando de acuerdo con estos esquemas cada vez más reticulares y menos piramidales, pudiendo llegar al extremo de anular la propia entidad jurídica, moral y organizacional del Estado.

 

2. Al fracasar la “primera” república de Venezuela, según Luis Castro Leiva, se sepultó un cierto tipo de liberalismo republicano, que enterró consigo un tipo de libertad que se guiaba bajo el imperio de la ley, para dar paso a un tipo de liberalismo, inspirado en el Contrato Social de Rousseau, ¿qué tan vigente está ese debate? ¿La vigencia de ese rasgo pasional rousseauniano en nuestra democracia representativa degeneró en algún punto en democracia totalitaria?

 

Jacob Talmon ofrece una pista fundamental para comprender la semilla totalitaria que se aloja en el ethos de la voluntad popular de la democracia moderna. Talmon distingue entre la idea liberal anglosajona, por la que el camino hacia la libertad moderna está siempre sometido a la ley y a la división de poderes, de la idea liberal francesa, subsidiaria del concepto de “voluntad general” rousseauniana que no acepta ningún límite y que se asume como poder constituyente permanente. Esa noción, a su vez, se relaciona con lo que François Furet llamó “la idea francesa de revolución”, una revolución que nunca termina porque se empeña en sustituir un absolutismo que pudiéramos denominar “estático” (la misma idea de “Estado” remite a algo que permanece en el tiempo) por otro “móvil”. Así, mientras el absolutismo que previamente había edificado Luis XIV —al amparo de la pretensión universalista de la Iglesia Católica— podía fundar un poder despótico pero estable, el absoluto de la nueva era en Francia es el de la revolución, con su soberanía ilimitada y su poder constituyente permanente —que jamás da por bueno un orden jurídico estable porque no quiere someterse a ninguno—. Se trata de un absoluto en constante movimiento, contrario al pasado y desconocedor de la pluralidad intrínseca de los seres humanos, con lo que jamás logra alcanzar estabilidad. Todo Estado revolucionario se erige sobre esta paradoja esencial. En consecuencia, Talmon denominó “democracia totalitaria” a esa democracia que, en vez de poner frenos institucionales al poder para preservar la condición humana, pretende hacer de una voluntad mayoritaria la guía para que el ejercicio del poder político conduzca a la uniformidad absoluta. Semejante principio fue posteriormente asumido por el socialismo comunista y por el nacionalsocialismo alemán, generando así el totalitarismo del siglo XX.

 

En tal sentido, estoy de acuerdo con Castro Leiva en que la independencia de Venezuela —y de casi toda Hispanoamérica— efectivamente tomó ese giro tan francés, alejándose no sólo de influencias más anglosajonas, sino también de lo que —por lo menos hasta bien entrado el siglo XVIII— había sido nuestra tradición hispánica, erigida sobre una gran diversidad cultural y en el respeto a los fueros regionales y a la libertad municipal. Creo que la debilidad arrastrada por las repúblicas hispanoamericanas durante doscientos años tiene que ver con ese culto a la idea francesa de revolución, primero orientada al desarrollo de un liberalismo afrancesado y posteriormente reencarnada en el ideario de la revolución comunista. Ese arraigo de la idea de revolución que pretende borrar el pasado nos ha llevado una y otra vez a intentar crear sobre la nada. Ahora bien, me parece claro que el impacto disolvente de dichos imaginarios nunca adquirió en Venezuela una dimensión tan profunda y fatal como la que le imprimió el chavismo durante las últimas dos décadas.

 

3.Dentro de este necesario debate intelectual ¿cómo caracterizaría a Venezuela: democracia totalitaria, régimen iliberal o totalitario?  ¿En cada uno de ellos, está presente el horror como mecanismo de control político? Si es así ¿cómo distinguirlo y definirlo?

 

Para responder a esta pregunta es necesario comentar previamente un problema general de la teoría política. La ciencia política (especialmente la moderna, a menudo encasillada dentro de una perspectiva positivista que, en algunos casos, aún tiende a descansar en un empirismo ingenuo) suele encuadrar el fenómeno del poder político dentro de la estructura y manejo del Estado, al tiempo que asume el estudio de los regímenes políticos como un ejercicio netamente taxonómico. Esta perspectiva es útil por lo que nos muestra, que no es poco, pero no por ello debemos dejar de ver los aspectos del poder que se le escapan. En el fondo, esto tiene algo que ver con la vieja polémica entre Parménides y Heráclito en torno a la naturaleza del ser, bien se lo considere como algo inmutable o bien como algo en continuo cambio. Las taxonomías suelen fundarse en una idea estática del ser de las cosas, o cuando menos resultan problemáticas para comprender el movimiento y la interacción no lineal entre múltiples entes dinámicos que componen el mundo, con lo cual pueden terminar obviando la naturaleza fluida y relacional de un fenómeno tan difícil de asir como es el poder.

 

Esto es particularmente problemático en el caso del totalitarismo, entre otras cosas porque éste siempre se comporta como movimiento y no pierde ese carácter después de controlar el Estado. No busca la quietud ni la firmeza, ni la implantación definitiva de un orden fundado en principios bien definidos, sino la transformación continua. Y por lo general, para que un régimen político se haga totalitario suele ser necesario que el Estado sea previamente tomado y controlado por un movimiento político que ya es, en sí mismo, totalitario. El totalitarismo se presenta así, por lo tanto, como un hecho político que precede al control y manejo del Estado. Tal como lo señaló la propia Arendt, el mismísimo régimen nazi (asumido por lo general como quintaesencia del totalitarismo) no llegó a ser plenamente totalitario sino hasta bien entrada la Segunda Guerra Mundial. No obstante, las lógicas o dinámicas que lo condujeron hasta ese punto se fueron gestando y desarrollando desde mucho antes, y ya eran esencialmente totalitarias.

 

Con respecto al caso venezolano, es cierto que diversos estudiosos de la política venezolana mantienen un debate acerca de si el régimen chavista es totalitario o no, pero poco se dice en torno al carácter totalitario del chavismo como logia conspirativa, movimiento y partido político. Así a veces se pretende descartar de plano la validez de toda referencia al carácter totalitario del chavismo porque, por ejemplo, no hay —aún, formalmente— campos de concentración y exterminio; pero eso es como decir que la casa no está quemada ni se va a quemar toda porque, de momento, “sólo” se están quemando la cocina, la sala y un dormitorio. Si tu comprensión de los hechos se centra únicamente en la foto y se niega a ver la película, evadiendo así el carácter dinámico de la realidad que estudias, es posible que las consecuencias de tu análisis sean terriblemente cortoplacistas y que pierdan vigencia en muy poco tiempo. De ese modo sólo llamarás a los bomberos cuando éstos no tengan nada que hacer. ¿Y de qué nos sirve saber algo de incendios, si ese conocimiento no nos sirve para neutralizarlos?

 

Dicho lo anterior, me parece importante señalar que esos tres conceptos mencionados en la pregunta (democracia totalitaria, democracia iliberal y totalitarismo) están profundamente relacionados entre sí y no se excluyen entre sí. No son cosas distintas y excluyentes en un mismo plano lógico, sino que describen cualidades específicas, y la cualidad central común a los tres conceptos es el carácter iliberal o antiliberal de un régimen político. En este sentido, creo que el chavismo y el régimen político que ha ido asentando ha sido siempre de vocación antiliberal, y que su iliberalismo fue creciendo desde una democracia de marcados acentos mayoritarios, plebiscitarios y autoritarios —democracia totalitaria— hasta una condición en la que el grupo de poder que maneja el Estado ejerce un control netamente totalitario del mismo y de la población.

 

4. Tal como usted lo expresa, el totalitarismo es contrario a la libertad y a la dignidad del hombre, de allí su desprecio a la democracia liberal, a sus valores e instituciones. Sin embargo, hoy parece enrumbarse toda una campaña en contra de la misma ¿Por qué intenta negarse las virtudes de la democracia liberal en medio de los totalitarismos del siglo XXI? ¿Por qué tiene tantos enemigos fuera y dentro del campo intelectual?

 

Tal como lo comentaba en una respuesta anterior, es difícil hacerse cargo de las consecuencias de la libertad en sociedades como las actuales, donde todos aspiramos a tantas cosas y a veces creemos que tenemos derecho a todas ellas, sin que por ello haya posibilidad de superar un cierto orden natural de las cosas. La perfección no existe, al igual que tampoco existe la posibilidad de una satisfacción plena y generalizada de todos los integrantes de una sociedad. En otras palabras, podemos quizás estar de acuerdo en que el mejor orden político podría ser aquel que facilita a todos la búsqueda de la felicidad, o el pleno desarrollo de las potencialidades de cada quien, o el que se rige por la justicia, pero ello no borra el hecho de que la felicidad es algo distinto para cada persona, que el desarrollo de las potencialidades de cada quien depende en buena medida de la voluntad personal, y que es casi imposible ponernos todos de acuerdo en una definición de la justicia. La democracia liberal es, posiblemente, el mejor orden para nuestro tiempo porque garantiza un mínimo de imparcialidad, pero eso no borra el anhelo —compartido por muchos— de que desde el Estado se pueda garantizar, si no la felicidad, sí al menos una igualdad o equidad mucho más completa. Una igualdad que tan generalizada que necesariamente conculcaría la libertad. Y como esa aspiración descansa en una esperanza, por no decir que proviene de una actitud y de una fe, las múltiples lecciones del siglo XX —ya desconocidas por una generación entera— parecen no ser suficientes para impedir que tropecemos otra vez con la misma piedra. Además, nada es para siempre.

 

5.Al pensar en el proyecto político del chavismo ¿cuáles son elementos característicos de su concepto revolución? ¿Podía advertirse desde el principio los peligros de su narrativa revolucionaria?

 

El lenguaje del chavismo siempre estuvo cargado de términos que revelaban su carácter revanchista, divisor, milenarista, violento y encubridor de la realidad. No lo vio quien compartía sus prejuicios y esperanzas, quien se concentró en la idea de que el pueblo como un todo se estaba haciendo protagonista de su propio destino, pero a través del análisis de discurso —y del sentido común— no sólo era factible identificar en él elementos relacionados con lo que se ha llamado “discurso de odio” (hate speech), sino también esa mentalidad revolucionaria que considera factible y necesario empezar de cero, desechar el pasado republicano y dar inicio a una nueva era “popular” y virtuosa. El chavismo siempre se presentó como una cruzada contra los supuestos enemigos eternos del pueblo venezolano (según él, la oligarquía, el imperialismo yanqui, los adecos, el capitalismo, etc.), pero no tardó mucho tiempo en revelar que por tales entendía a cualquier persona que ejerciera su autonomía moral para rechazar las pretensiones de poder absoluto que el movimiento chavista —socialista y militarista al mismo tiempo— fue manifestando con cada vez mayor claridad. A la postre, toda esa parafernalia de los consejos comunales, dependientes como se pretendió que fueran del partido revolucionario (PSUV), no demostró ser más que la maquinaria de cooptación y movilización de un proyecto totalitario. Nuevamente se demuestra que el totalitarismo es el hijo descarriado de la idea francesa —y posteriormente marxista— de revolución.

 

La segunda parte de la entrevista, está disponible en http://ideasenlibertad.net/5030-2/

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