
27 Oct El opio cultural de Occidente: nacionalismo y amor
Jhonaski J. Rivera Rondón
Un tema en suspenso del “contrato social”: los opios ideológicos y culturales de Occidente. Este ha sido el problema a afrontar en esta oportunidad. Ciertamente en la tradición filosófica del “contrato social” cuestiona cómo la naturaleza del hombre y la desigualdad en el plano social, forman parte de los temas a desarrollar, llegaron a tener especial resonancia en la contemporaneidad con los debates apasionados de marxistas, socialistas y comunistas.
No obstante, las ideas no se mantienen inmutables a lo largo del tiempo, cada lectura quita y agrega elementos, lo que perviven son problemas similares a los que se les da respuesta distinta, y eso paso precisamente con la cuestión del “contrato social” que de sus diferentes lecturas derivaron supuestos irreflexivos que dieron formas a falsas conciencia. Sin embargo, cabe la advertencia, esto es solo la superficie de una cuestión que hunde profundas raíces históricas y existenciales del hombre moderno, el hombre occidental.
Bien decíamos que afrontaremos la cuestión del “contrato social” desde una perspectiva estructural, porque en esta idea encontramos conexión al problema histórico que abordó el antropólogo Marshall Sahlins, la falaz contraposición entre nomus y physis, cultura y naturaleza, dado que en todo caso, si de naturaleza humana hay que hablar, esa naturaleza es cultural. El argumento del referido antropólogo se plantea de la siguiente manera:
“Estamos hablando de una auténtica metafísica del orden que se puede llegar a ubicar en la Antigüedad y describir de manera abstracta como la transformación de pugnas, afán de engrandecimiento propio de los elementos individuales en un colectivo estable, ya sea mediante la acción obligada de un poder externo que es capaz de mantener en su lugar a los elementos rebeldes, o mediante las estrategias que adoptan los elementos mismos para controlarse entre sí. Esta es una estructura de longue durée: una metafísica dinámica y recurrente de la anarquía, la jerarquía y la igualdad.”[1]
De allí que la reflexión sobre el “contrato social” guarde un lugar especial en esta estructura “mental” en nuestra historia del pensamiento político occidental. Pero la forma ideologizada de esta idea se nutrió de dos de sus exponentes, Hobbes y Rousseau, en la que no solo apriorísticamente desconfiaba de la naturaleza del hombre, sino que con el miedo alimentaba peligrosas esperanzas utópicas, y que además veía con desconfianza la propia sociedad, que según Rousseau era la fuente de perversión de la naturaleza humana. En suma, todas estas concepciones que se cimentaban en la estructura profunda que daba un tipo de racionalidad de las relaciones humanas, en donde solo las definía en términos contractualistas, negaba de entrada la capacidad apropiativa del hombre, la necesidad del hacer propio sus bienes, tanto materiales como espirituales.
No obstante, es innegable el aporte histórico y político que le dio la idea de “contrato social” al mundo occidental, porque con ella en la Modernidad se pudo hacer frente al poder absoluto de los reyes, y de ese modo pudo abrirse un espacio político, pero en esta anhelante búsqueda de liberación, trajo consigo una perniciosa concepción de revolución, tal como tipifica Raymond Aron al aludir a la Revolución francesa:
“El contrarrevolucionario recuerda que el Poder, antaño absoluto en principio, estaba, de hecho, limitado por las costumbres, por los privilegios de tantos cuerpos intermediarios, por las leyes no escritas, La Gran Revolución (y probablemente ocurra así con todas las revoluciones) ha renovado al Estado en idea, pero también lo ha rejuvenecido de hecho.”[2]
Ciertamente a la Revolución francesa precedieron revoluciones anglosajonas de un desarrollo histórico totalmente distinto, pero lo que destaca en el caso francés es precisamente la interrelación entre las ideas contractualistas con el concepto revolución, donde precisamente se percibió con claridad cómo “…toda liberación lleva en sí el peligro de una nueva forma de servidumbre”[3]
Entonces, lo anterior permite entender como los proyectos revolucionarios de izquierda, tanto socialistas como comunistas degeneran en cruentos sistemas autoritarios y totalitarios, por lo que el peligro latente de toda revolución es que para su consumación exige como sacrificio la libertad de los individuos, con el fin de alcanzar la esperanzadora edad de oro, tal como lo retrató Hesíodo en Los trabajos y los días.
Esta esperanzadora redención de un primigenio estado comunitario, en el que el hombre pueda purificarse de todo deseo “egoísta”, ha sido la esperanza mesiánica y milenarista que ha despertado los peores monstruos que esconden los acomplejados miedos de los hombres, y allí reside cuestiones problemáticas de la ideología del “contrato social”, porque precisamente del miedo, el odio y el resentimiento han sido lo que abrieron paso a los opios culturales de Occidente.
El primero de ellos es el “amor”, un opio que se vale del sentimiento chantajista para la manipulación populista, en tal sentido se entiende la siguiente aseveración de Aron: “La única izquierda, siempre fiel a sí misma, es la que invoca no la libertad o la igualdad, sino la fraternidad, es decir, el amor.”[4] Y por tal razón en nombre del amor resulta válido sacrificar tantas vidas.
Asimismo, este amor también ha servido para fomentar sentimientos patrióticos, al vincular los nexos nacionales del individuo con la familia, sin embargo este aferramiento obsesivo al terruño hacen de los individuos meros anticuarios que se encierran al acomodaticio espacio del pasado y lo habitual, para no asumirse dueños de su propio destino que los haga salir al encuentro con el inesperado y sorpresivo porvenir, asumiendo con ello una apuesta arriesgada en donde se juega lo más importante, lo propio de la vida. Téngase esto último como consecuencia del radicalismo contractualista que suprime las capacidades apropiativas del hombre.
La articulación de estos elementos despierta brotes de irracionalismos nacionalistas, en donde lo diverso y lo plural, condiciones necesarias para que florezca las libertades y las democracias, terminan sucumbiendo ante la fuerza sentimentalistas de los fanáticos, que abren el camino al personalismo político al manifestar la anhelante necesidad esperanzadora de alguien que personifique esa “fraternal” voluntad general de la que hablaba Rousseau.
Precisamente en el contexto de este problema la preocupación del historiador Luis Castro Leiva por el predominio del concepto de libertad sentimental sobre el concepto de libertad utilitarista´ después de la caída del “primera” República en Venezuela adquiere mayor relevancia, porque tácitamente ese concepto de libertad abre paso a formas personalistas de poder que posibilita tal relación contractual. Y de esta manera Castro Leiva destaca los elementos que involucraba esta elocuencia de las pasiones contenidos en esa libertad sentimental que apaño los primeros años de República en Venezuela:
“Sanz y Roscio, y la “patria boba”, practicaron una elocuencia vehemente frente al despotismo y la opresión, pero aun racionalmente enjaezada dentro del republicanismo cívico. El sentimentalismo que cultivaron, las pasiones que emplearon y movieron, fueron las permitidas por el peso de la activa y vigilante presencia de la religión. Ese cuidado preservó intacta la relación de dependencia en que las pasiones se encontraban frente a la razón. Faltaba por liberar aún más las pasiones. Ese sería el efecto combinado de la guerra a muerte y del efecto perverso de un ciudadano de Ginebra.”[5]
Y nuevamente resulta recurrente la referencia a Rousseau. Lo aquí planteado es solo la apertura a un problema histórico que amerita mayor desarrollo, en donde no solo involucra la reflexión política de nuestra propia condición existencial como venezolanos, sino como hombres occidentales que sostienen su modo de vida en valores como la libertad, el respeto y la democracia. Esta reflexión resulta cada vez más vigente para hacer frente a la afronta anti-occidentales que pretende destruir nuestro modo de civilización, la cual ha estado marcado por grandes progresos, tanto materiales, científicos, políticos y morales, y Estados Unidos es una prueba de tales logros.
Pero los nacionalismos, al igual que el multiculturalismo, y otros perjudiciales ismos que detentan contra Occidente terminan siendo un opio ideológico cultural, los cuales invitan a repensar los presupuestos ontológicos en los que se han sostenido los innumerables modos de “contrato social”, que potencialmente han derivado en sentimentalismos chantajistas y nacionalismos militantes, que han creado “culturas alambres”, tomando prestada la expresión del liberal Benega Lynch (h). Y en este punto vale rescatar las palabras del filósofo David Gauthier, quien precisa aún más este problema:
“Patriotismo y amor han tenido un mayor efecto sobre el desarrollo de nuestra sociedad. Históricamente ellos han servido, junto con el miedo engendrado por el orden coercitivo el cual sostienen, para excluir más seres humanos de ser miembros efectivos de la sociedad de mercado, y por esto que, por el contractualismo, son las actividades esencialmente humanas de apropiación e intercambio.” (Trad. del a.)[6]
De allí que el mercado y el comercio sirvan como otras modalidades de relacionamiento humano que permite al hombre realizarse como individuo en el marco de lo político, y todo ello al hacer un sano ejercicio de su libertad como actividad apropiativa, teniendo en cuenta el respeto al satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, y esta forma despersonalizada de relacionamiento neutralizaría de algún modo los personalismos políticos, y darían espacio a los políticos en sociedades post-heroicas, que en vez de manipular y controlar, se encargan es de gestionar. En tal sentido, en términos morales las interacciones entre los hombres en el pleno ejercicio de su actividad apropiativa podrían traducirse en los siguientes términos:
“En las cuestiones espirituales (y con la palabra «espiritual» me refiero a «aquello que pertenece a la conciencia del hombre»), la moneda o el medio de intercambio es diferente, pero el principio es el mismo. Amor, amistad, respeto, admiración, son la respuesta emocional de un hombre por las virtudes de otro, el pago espiritual entregado a cambio del placer personal, egoísta, que un ser humano obtiene por las virtudes de carácter de otro hombre.”[7]
Por consiguiente, pensar el libre mercado y el individuo va más allá de una reflexión restringida a la racionalidad económica, sino también demanda acoplarla a las nuevas necesidades políticas de nuestros tiempos, donde las condiciones permiten solidificar nuestro “contrato social” con la menor asimetría posible con los gobernantes, ya que el mismo mercado cuenta con mecanismos que se pueden utilizar para detener la fuerza invasiva del Estado y los personalismos políticos.
Problematizar la ideología del “contrato social” implica purgar de nuestro relacionamiento político aquellos elementos nocivos que invaden a las democracias modernas, el sentimentalismo, el mesianismo, el populismo, la subestimación del individuo de su capacidad apropiativa. De allí que sea más patente la labor histórica de Antonio Escotado, en identificar todos los enemigos del comercio y la propiedad privada, donde los socialistas y comunistas terminan estando a la vanguardia en promover la destrucción del progreso civilizatorio de Occidente al valerse de tales opios culturales, como el amor y el nacionalismo, lo que derivan en radicalismos de fanáticos militantes.
Sorry, the comment form is closed at this time.