
30 Jun Sexo y Política
Jo-ann Peña Angulo
Biológicamente hablando el sexo es parte de la función vital de cualquier ser vivo. En el hombre más allá de los fines reproductivos, el sexo impulsado por las razones que fuese, va desde la idea romántica del amor hasta la simple y llana satisfacción sexual. Cada hombre y mujer construye en ese espacio íntimo, un monumento a sus amores y pasiones.
En ese escenario sensorial, el sexo suele servir para cualquier fin, lícito o no. Al fín y al cabo, cada individuo es libre de hacer uso de su cuerpo, ya sea como medio de supervivencia o como forma de alcanzar el poder. Vender el cuerpo al mejor postor se convierte muchas veces en premisa dentro de los espacios del poder político corrompiendo así la vocación desinteresada del servidor público ¿Y quién es el mejor postor?
El sexo como arma política de seducción es una práctica de antaño,la historia así lo demuestra. El historiador medievalista Charles T. Wood quien estudia la naturaleza de las instituciones representativas de Francia e Inglaterra en su obra Joan of Arc and Richard III. Sex, Sants and Government in the Middle Ages, nos dice que en un determinado momento, el sexo y los santos tomaron protagonismo en la misma: “El camino así elegido puede estar lleno de accidentes de la historia, entre ellos los accidentes del sexo y de la santidad, pero más que la mayoría, este es uno que nos devolverá a Joan, Richard, y todo lo que puedan decirnos sobre la variada naturaleza de los gobiernos”[1]
Es precisamente sobre este último punto sobre el que versa este escrito. Adulterios, infidelidades, endogamia, incesto vinculados al poder político, delatan la naturaleza deseante del hombre. No es mi intención hacer un acto de censura sobre los placeres, el sexo, sus diversas formas y posibilidades. Me interrogo sobre su papel en la política y cómo este, puede sobrepasar y competir con habilidades y cualidades propias del quehacer político.
La relación sexo-política se ha sistematizado subrepticiamente en grupos de distinta índole. En casos extremos las relaciones sexuales consentidas o no, son el único recurso de ascenso y disfrute de las prerrogativas asociadas al poder. Usar el sexo como una forma de sobrevivencia o como una forma de autoridad parece tener cada vez más fuerza. En todo esto hay una pregunta clave ¿por qué algo tan básico y primitivo como el sexo tiene tanto poder en la política y en sus esferas de influencia?
En algunos casos, el abuso del poder que se impone, el poder corrupto y pervertido despliega su “autoridad” sobre el otro, ese que acepta chantajes y que en nombre de una supuesta astucia, cede su cuerpo por un fin material. Pero están los otros, aquellos que sienten no tener otra alternativa, los que no solo ceden sino que sufren y callan el terrible chantaje.
¿Debemos pensar que somos solo unas máquinas deseantes?, como lo expresan los postestructuralistas Deleuze y Guattari: “En todas partes máquinas, y no metafóricamente: máquinas de máquinas, con sus acoplamientos, sus conexiones. Una máquina-órgano empalma con una máquina-fuente: una de ellas emite un flujo que la otra corta. El seno es una máquina que produce leche, y la boca, una máquina acoplada a aquélla”[2]
Este es el argumento consolidado. Dentro de los espacios del poder, unas horas de placer para ambas o solo para una de las partes, parecen hacer magia; candidaturas, cargos directivos, funciones de confianza, todo aquello que esté lo más cerca posible a las personas que encarnan el poder político del partido, Estado o gobierno.
Todo político al menos así se le hace entender a los ciudadanos, debe poseer una virtud definida en la vocación de servicio a los individuos de una sociedad determinada. Dicha vocación puede rayar en algunas circunstancias y así los políticos lo difunden, en un acto de entrega voluntaria por el bien de un país. Emerge entonces el político ideal, aquel que a costa de su sacrificio personal se entrega a la misión encomendada: ejercer sus funciones, aquellas para las que fue elegido. Esta es la descripción de lo que debería ser. No obstante, a veces la tentación del sexo es tal, que incluso en misión de ayuda humanitaria, el servidor público sucumbe a sus encantos.
La historia al igual que la política es testigo de las redes del sexo. La prostitución siempre ha tenido un poderoso atractivo, por ejemplo. Entregar y ceder el cuerpo por simple placer, es una práctica de la esfera íntima del individuo,no obstante cuando el político se encuentra en función pública, lo peor que puede hacer es dedicar sus horas de servicio al país, por unos instantes de satisfacción sexual. ¿Es el político tan frágil que olvida entonces sus responsabilidades como servidor público?
En este punto el argumento del humano como máquinas deseantes lava la culpa y las irresponsabilidades. Es este mismo argumento, el que perdona y justifica el uso del sexo para alcanzar la cima del poder. Se convierte entonces en mecanismo lícito, el uso del placer se transforma en astucia, se convalida y se guarda silencio pues “así es la política”.No hago referencia aquí al amor romántico que surge en los espacios de la política ni tampoco a las relaciones placenteras que suelen darse sin otro fin que el placer mismo, hablo de la sistematización del sexo como ritual de iniciación y de ascenso en la política.
Recordemos aquí lo que nos dice Ayn Rand: “Aquellos que piensan que la riqueza procede de recursos materiales y está desprovista de raíz o de significado intelectual, son los mismos que creen por la misma razón, que el sexo es una condición física, capaz de funcionar independientemente de la mente, elección o código de valores…dicen el sexo nada tiene que ver con la razón y se burla del poder de los filósofos»[3]
Se cree entonces que ante el sexo no hay racionalidad posible. Esto se ha concebido y construido como una verdad incuestionable, especialmente usada ante las faltas del servidor público. La relación del sexo y la política ha acompañado al hombre y sus instituciones. No obstante, no debe ser excusa para aceptarse el abuso del poder a partir del sexo. Ya lo dice Ayn Rand, los valores del individuo son fundamentales a la hora de decidir el placer. A partir de allí entonces podemos esgrimir que no somos solo máquinas deseantes. Queda la pregunta latente ¿Son las instituciones tan frágiles que pueden sucumbir luego de una noche de placer?
Referencias
[1] Charles T. Wood, Joan of Arc and Richard III. Sex, Sants and Government in the Middle Ages, p. 11
[2] Gilles Deleuze y Felix Guattari, Las máquinas deseantes
[3] Ayn Rand, La Rebelión de Atlas, p. 232
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