
23 Jun La espiral del sacrificio revolucionario
Jhonaski Rivera Rondón
Aquellos “gloriosos” años de la Revolución Francesa, la ejecución de Carlos I y Luis XVI quedaron plasmados en la memoria de muchos, pero especialmente en la mente del filósofo alemán, I. Kant, fenómeno que le llamo la atención, distinguiendo así entre el asesinato y la ejecución. Él decía que en la primera lo que existía era una transgresión de la ley, pero que al final la ley se preservaba, Sin embargo la ejecución era una violencia de otra naturaleza, era un acto de transgresión política en el cual se sostenía como ley en sí misma, en donde:
“‘la violencia marcha con la frente en alto y un principio se alza por encima del derecho más sagrado: es como un abismo que devora todo para siempre, tal como un suicidio del Estado, y este crimen parece no poder ser redimido por ninguna expiración’.”
Y parece que en toda experiencia revolucionaria se demanda un sacrificio, en el cual la inversión del orden se de por realizado, en su momento lo fueron los monarcas por el pueblo, y ¿después qué? ¿La inversión del pueblo por quién, y a costa de quién? No habría una respuesta a cabalidad a los ciclos históricos de violentas revueltas revolucionarias, no obstante, lo cierto del caso parece que las victimas del sacrificio revolucionario parece ser más insaciable, en donde ya no es la decapitación de los monarcas, sino la fusilamiento de grupos enteros, hasta llegar a formas más “efectivas” de ejecución masiva, bien sea en cámaras de gas o someterlos a una cruenta hambruna.
Ante ello, el individuo parece estar indefenso ante la creciente exaltación de entes colectivos y despersonalizados, que hace pensar la política como la muerte misma, ya que implica la disolución de toda individualidad, por ello el filósofo italiano Roberto Esposito señala al respecto que: “…una comunidad conservada mediante el sacrificio está, por ello mismo, prometida a la muerte. En la muerte se origina y a ella retorna: no sólo porque el sacrificio llama siempre a otro sacrificio, sino porque el sacrificio en cuanto tal es obra de la muerte.”
De allí que los proyectos colectivizados promovidos por las promesas revolucionarias del socialismo y el comunismo sean capaces, incluso, de arrebatarle al individuo una muerte digna, cercenando así lo más crucial de la libertad al despojarlo cruelmente de la vida, ya sea por traidor o por cómplice del enemigo. Sea cual sea el motivo, la razón de Estado exige sangre, incluso mucho más cruel que los ritos aztecas, si bien ellos daban sacrificios a sus dioses, los buenos revolucionarios entregan sangre a un ente despersonalizado y carente de espíritu denominado pueblo, comunidad o mero bien común.
De allí que los medios varían un poco de lugar en lugar, pero el final es el mismo la erradicación total del enemigo, al cual se le sustrae todo rasgo de humanidad al institucionarlo como tal. Se entiende la desaforada expresión del V. Lenin, que argumentaba “…desde un punto de vista científico sería completamente erróneo y antirevolucionario pasar por alto o disimular lo que tiene precisamente más importancia: el aplastamiento de la resistencia de la burguesía, que es lo más difícil, lo que más lucha exige durante el paso al socialismo.”
Y es así que el patrón de la revolución parece reproducirse, pero el alcance y la exigencia de victimas parece aumentar, de allí que la muerte violenta adquiera rango de ley, ya que para Lenin era indistinto los medios legales o ilegales, porque “es absolutamente necesario que todo partido comunista combine en forma sistemática el trabajo legal con el ilegal.”
De este modo es comprensible la instauración de los colectivos como arma de represión alternativa del chavismo, en donde el uso de las armas al margen exime de toda responsabilidad al Estado, pero a la vez pretenden constituirse como parte de la ley. Con ello la exigencia de sangre parece aumentar ante los “peligros” persistentes de los enemigos internos y externos.
Por consiguiente la erradicación de grupos enteros se hace justificables al negarles todo rasgo de humanidad, haciéndolos susceptibles ante los vejámenes promovidos desde el Estado, y poder estar así en presencia de una muerte política, porque los sujetos al ser deshumanizado llega a teñirse de una manera distinta, dado que sería una “Muerte privada de significado, privada de reconocimiento, y que, no obstante, no puede confundirse con una muerte simplemente natural.”
De ahí que “suicidios” simulados, simultáneas torturas, la agudización de las necesidades y asesinatos de antisociales consentido por el Estado, hacen del socialismo la propuesta política más corrosiva para la existencia del hombre, en donde no solo es capaz de secuestrar la individualidad, la libertad y la autonomía, sino la posibilidad de tener una muerte digna.
En consecuencia, la crisis moral de nuestro tiempo se conforma ante la espiral de silencio que se constituye y fortalece. Esta espiral del sacrificio que se desarrolla en pequeñas escalas hasta alcanzar redes de complicidades, que hacen sucumbir a una sociedad entera. Por ello que ante tales situaciones, no habría tapujo de catalogar las distintas variantes del socialismo y del comunismo como la fiel imagen del mal expresada en la política, la cual lleva a los límites máximos de la propia autodestrucción.
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