El problema Oslo

Bernardino Herrera León

 

Las teorías son herramientas imprescindibles para pensar. Pero, conllevan sus riesgos. El error más frecuente del pensar teóricamente se conoce como dogmatismo. Consiste en confundir la realidad con las premisas ideales de las teorías. Otro problema con las teorías es que tienden a estandarizarlo todo, sacrificando la condición de “singularidad” presente en la naturaleza y en la cultura humana. Pero, ni la historia se repite, ni las teorías pueden abarcar la totalidad de los hechos. Las teorías son acercamientos, intentos por comprender la realidad. Pueden describir, explicar y hasta predecir la probabilidad de algunos hechos. Pero siempre serán aproximaciones más o menos especulativas. Las teorías no son ni verdad ni leyes infalibles. Son sólo teorías.

 

Este intenso párrafo anterior viene a cuenta del debate sobre la negociación política, que se desarrolla en Oslo, Reino de Noruega, entre los representantes del régimen chavista de Nicolás Maduro y los representantes del presidente encargado Juan Guaidó. Un grupo de dirigentes de la oposición venezolana considera que estos encuentros son beneficiosos y hasta obligatorios, en cualquier circunstancia.

 

Esta convicción de negociar “porque sí” es, en mi opinión, de enfoque dogmático. Se apoya en un optimismo ingenuo inspirado en la teoría según la cual, toda negociación conducirá a un cambio de la situación, evitando el costo de la violencia. Teóricamente, negociar es lo correcto en política. El problema de este dogmatismo estriba en otorgarle a la negociación excesivos atributos especiales, casi mágicos, que alimentan la narrativa quimérica de la paz y la concordia.

 

Pero la realidad tiende a comportarse de otro modo. El mundo del poder se parece más a un documental de Animal Planet. Sólo con un juego eficiente de reglas, normas y contrapesos se puede lograr corregir esa terrible tendencia de unos grupos para imponerse por la fuerza sobre otros. Ciertamente, los partidos políticos opositores en Venezuela no saben hacer otra cosa que la política. Es decir, negociar. Son organizaciones diseñadas para la actividad política en democracia y nunca para aplicar la violencia. Por tanto, es lógico que se aferren a cualquier resquicio de diálogo y acuerdo, que el acosador régimen le ofrece.

 

En cambio, otro grupo de dirigentes políticos venezolanos consideran que, muy por el contrario, este no es sino el peor momento para iniciar una negociación con el régimen chavista. La larga saga de intentos fracasados en el pasado lejano y reciente, sumado al endurecimiento represivo del régimen, que se ha atrevido a apresar, desaparecer o asesinar a dirigentes políticos protegidos por la inmunidad parlamentaria, demuestran que el régimen chavista no está ni dispuesto a ceder nada, como tampoco a respetar acuerdo alguno. Estos dirigentes recuerdan el caso emblemático del feliz Chamberlain, otrora primer ministro británico, regresando de Alemania con la firma de Adolf Hitler en un tratado, que el caudillo alemán no demoró en incumplir. Aquél acuerdo le obsequió al régimen nazi tiempo y factor sorpresa para invadir exitosamente a Francia.

 

En efecto, quienes temen como seguro que el régimen chavista se negará a cumplir acuerdo alguno, se apoyan en una cruda realidad imposible de ocultar: se trata de un grupo político que carece de prurito ni de freno alguno para la corrupción y el genocidio. Es un régimen que odia. Se alimenta de odio. Fomenta el odio entre sus filas. Fractura a la sociedad con el odio y el resentimiento. Considera que su papel es someter y exterminar. Su único objetivo es prevalecer, imponer y dominar. La ideología socialista es su pantalla. La democracia una caricatura, un recurso de ilusión para engañar. La Asamblea Nacional, las elecciones y estando libre el presidente encargado Juan Guaidó son sus utilerías de ese teatro.

 

Pongamos el problema en perspectiva. Para superar el entrabado maniqueísmo dogmático de ser o no ser, de negociar o de no negociar, debemos estar conscientes de las ventajas y desventajas de la negociación en las actuales circunstancias.

 

Lo primero que hay que poner en perspectiva es descartar el juicio a priori de que toda negociación es la decisión correcta, o peor, la única opción posible. Y que ésta conducirá, de por sí, a óptimos resultados. Eso no sólo es falso, sino que más bien produce pérdidas. Sentarse a negociar con el régimen chavista impone el riesgo de un juego de suma cero. Negociar resulta extremadamente costoso pues implica, obligatoriamente, hacer concesiones al régimen. Y el régimen pedirá mucho para ceder algo. Impunidad con amnistías gratuitas para asesinos y corruptos, dejar intacto el aparato militar delictivo del chavismo y otras concesiones por el estilo que impedirán a la larga la recuperación económica del país por desconfianza sobre un factor crucial para atraer la inversión, la seguridad. Imposible con un cuerpo policial, militar y judicial podrido.

 

En segundo lugar, consiste en reconocer que la tragedia venezolana pasa por un momento crítico. Desconocido e impredecible. Un momento en el que el comportamiento humano abandona toda forma de racionalidad, pues la gente está sometida a intensas presiones, forzándolas a ser fácil presa del chantaje y la sumisión. Venezuela es hoy un pueblo hambriento y debilitado. Recibir una escueta bolsa de comida es una ocasión festiva que se agradece a quien la da. Y quien la da es el régimen chavista. Los intentos por sustituir la dádiva chavista por la ayuda humanitaria opositora han fracasado.

 

Pero además, la oposición no está en capacidad de otorgar dádivas. O peor, ni siquiera tiene cómo ofrecerla en caso de llegar al poder. El chavismo agotó reservas, endeudó al extremo, corrompió hasta la más modesta oficina pública. El país es un gigantesco mercado negro, una formidable lavadora para la legitimación de capitales de la corrupción y la delincuencia. Ninguna economía sana sobrevive a semejante contexto. El populismo dadivoso sólo empeorará la situación.

 

Por el contrario, la oposición sólo puede convocar al país a un cambio radical del modelo estatista vigente desde la aparición del petróleo como fuente de la riqueza nacional en nuestra historia. En los últimos 20 años de chavismo, el estatismo alcanzó su máximo posible, con los resultados catastróficos que hoy sufre el país. La nación jamás logrará recuperarse de esta pesadilla con más estatismo. No existe estatismo bueno. Todo estatismo conduce, así nos lo repite una y otra vez la experiencia histórica, a la ruina de los pueblos que la practican.

 

Venezuela se encuentra secuestrada por una organización delictiva. El estado todo es una eficiente y compleja mafia que ahora vive de negocios ilícitos y que ha encontrado socios en el concierto internacional. Venezuela no es sólo un problema de venezolanos. Venezuela es un problema de toda la humanidad. Que tarde o temprano tendrá que enfrentarse.

 

No hay otro modo de decirlo. Narcotráfico, legitimación de capitales, contrabando de minerales, apropiación de bienes público, asociación con el terrorismo internacional y otros delitos diversos son una realidad irrebatible. De otro modo, nada explica cómo diablos se sostiene financieramente el régimen chavista, ni las descomunales fortunas privadas que exhiben escandalosamente la trama chavista de la corrupción en el mundo.

 

Bien tiene razón Luis Almagro. Ni el chavismo es un grupo político más, ni la oposición es un poder para enfrentarlo. El drama de Venezuela es entre delincuentes armados contra ciudadanos indefensos.La estrategia de negociación que ha prevalecido a lo largo del tiempo, y que siguen dogmáticamente la mayoría de los partidos políticos y líderes opositores, ha fracasado todas las veces, hasta ahora. Pero si las características del régimen no han cambiado desde entonces, sino que más bien han empeorado, entonces, no puede esperarse otro resultado sino el fracaso. Nada indica que el régimen esté dispuesto a cumplir un mínimo de reglas de la democracia, ni siquiera las establecidas en el marco constitucional y las leyes.

 

Mientras la oposición no se haga de una fuerza armada, o mientras no ocurra una rebelión armada, o el extremo de una guerra civil que amenace la estabilidad actual del régimen chavista, éste mantendrá todas las ventajas en una mesa de negociación. Ni siquiera las sanciones económicas o bloqueos de cuentas ni el desconocimiento internacional le hacen mella. Más bien las usan para disfrazar propagandísticamente el colosal fracaso social de su régimen incapaz de satisfacer las demandas mínimas de la población. Las sanciones pueden burlarse gracias al apoyo del club de naciones delincuentes como China, Rusia, Turquía e Irán. Y a gobiernos cómplices cuya clase política se beneficia del intenso tráfico de capitales sucios esperando ser blanqueados desde gobiernos irresponsables. Que hay muchos.

 

La idea que promueven algunos teóricos académicos según la cual el régimen venezolano no es un régimen totalitario sino autoritario y que por tanto es viable y recomendable sentarse a negociar con él, además como única salida posible, no sólo es un falso argumento sino que, además, conduce a una cíclica e interminable discusión trivial, que se tapa los oídos para no escuchar el ruido, cada vez más intenso, del dolor y el sufrimiento que la catástrofe social produce en los venezolanos empobrecidos al extremo.

 

Negociar ahora con el chavismo es el peor negocio. Le cuesta a la oposición el modesto capital político que le quedaba, personificada en la figura de Juan Guaidó. Día a día se descapitaliza a chorros. El régimen le permite al joven diputado un margen libertad como parte de la utilería. Las tahúres y los casinos hacen lo mismo, dejan ganar unas partidas a sus adictas víctimas, para crear la ilusión de que es posible ganar. Si se logró vencer electoralmente al régimen en el 2015 con el este sistema electoral actual, por qué no lo vamos a ganar ahora que se sabe que tiene menos intención de voto y apoyo popular. Nada más ilusorio. Maduro obtuvo más de ocho millones y medio de votos fabricados por su aparato electoral. Es imposible ganarle teniendo éste el control de las armas y la violencia, de la represión, de la calle, de los alimentos, de las cárceles, de la electricidad, del dinero para comprar conciencias.

 

Oslo no es una solución. Oslo es un problema, una ruina, más desesperanza.

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