
29 Sep Serie Conversaciones con Raymond Aron. Mitologías de la revolución. (IV parte)
Posted at 04:03h
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Jhonas Rivera Rondón
Es preciso tener presente que estas conversaciones se iniciaron por una preocupación en común con el pensador francés, Raymond Aron, en torno al opio que obnubila el pensamiento de los intelectuales, lo que en otrora fue el marxismo, representado ahora por el multiculturalismo, el posmodernismo, y así otros tantos ismos que sustituyeron al desprestigiado marxismo, sin subestimar el peso que aún tiene este último ismo en los espacios académicos e intelectuales.
Con Aron hemos encontrado la oportunidad de observar las formas atomizadas de este opio de los intelectuales, y su forma en mitos políticos, considerado tres por el autor y presentes en su obra: el mito de la izquierda (el cual hemos dedicado tres artículos), el mito de la revolución y el mito del proletariado. En esta oportunidad trataremos con el segundo mito.
Expliquemos un poco cómo se ha desenvuelto esta dinámica: Ello ha sido un ejercicio reflexivo, a partir del cual se ha podido problematizar cuestiones actuales que involucran a toda la izquierda intelectual en el plano internacional, pero en el carácter disgregativo de toda conversación espontánea, resultó que “hablar” con Aron también permitió estudiar nuestra realidad nacional (Venezuela), y con ello analizar ciertas modalidades de estos mitos políticos, de los que se ha valido el chavismo.
En esta oportunidad nos hemos reunido con Raymond Aron para problematizar uno de los mitos más densos y controversiales, el mito de la revolución. Bien podríamos comenzar con una interrogante para Aron ¿En qué se diferencia este mito del mito de la izquierda? Según él: “El mito de la izquierda contiene implícitamente la idea de Progreso y sugiere la visión de un movimiento continuo. El mito de la Revolución tiene un significado complementario y opuesto: alimenta la esperanza en una ruptura con el curso ordinario de las cosas humanas.”[1]
Perfecto, entonces en ese diálogo introspectivo que establecimos con el autor podríamos interpretar que el mito de la revolución pasa a ser complementario y opuesto al mito de la izquierda, opuesto porque habla de una ruptura, pero una ruptura que forjó la unidad histórica de “la” izquierda, ya que esa ruptura remite a un evento glorioso. Un hecho crucial ha sido significativo para el estudio de todas las revoluciones: “La Revolución francesa”, y ella fue por un tiempo, especialmente el siglo XIX, el referente para sucesivos estudios comparativos sobre las revoluciones, y entre ellas destaca la obra del Conde Chateaubriand titulada, Ensayo histórico, político y moral sobre las revoluciones consideradas en sus relaciones con la Revolución francesa (1870).
¿Qué aspecto significativo enseña esta admiración a distancia sobre las gestas revolucionarias? Dentro de la pregunta esta la propia respuesta para entender esta significación optimistas sobre las revoluciones, ya que desde la distancia es posible apreciar, incluso idolatrar (tal como se hace desde el mito de la izquierda) la grandeza de este hito revolucionario de cuño francés, pero quienes vivieron “…la Revolución fue experimentada por sus contemporáneos, incluso los filósofos, como una catástrofe. A distancia, concluyó por perderse el sentido de la catástrofe para recordar solamente la grandeza del acontecimiento”[2]
Entonces al querer arropar de optimismo el concepto de revolución, se convierte en una política de Estado, ya que su recuerdo y énfasis en conmemorarlo resulta necesario para legitimar el nacimiento del nuevo orden revolucionario. El mito de la revolución puede llegar a tal grado que puede revertir la significación de los hechos históricos, tomemos por caso el fallido golpe de Estado de 1992 en Venezuela, el chavismo promovió tal grado de distorsión a partir de este mito que ha hecho de una derrota una “total victoria”, cuestión que desde un principio el Teniente golpista, Hugo Rafael Chávez Frías incentivó de inmediato con una frase que retumbó toda una década, el famoso “por ahora”.
Por consiguiente, tal como identifica una sociología de las revoluciones, la eficacia mitológica del mito de la revolución radica en que una vez se realice la revolución: “ya no le queda más que durar eternamente en sus promesas y en sus ritos.”[3] ¿Pero que sentimiento trata de mantener vivo el mito de la revolución? Según Aron no es cualquier sentimiento, sino una vocación, una que hay que realizarla y por ello resguardarla, ya que quiere “…tomar a su cargo su destino por la hazaña prometeica -valor en sí misma o medio indispensable.”[4] Y de allí el carácter totalizador de la revolución, porque si bien no logra cambiar al mundo, pretenderá cambiar al hombre, así sea uno, en su totalidad con el fin de alcanzar un ideal, pero sin nunca aludir al sacrificio que implica ello.
Pero ante el acoso de preguntas Aron nos revierte la dinámica y formula la siguiente incógnita: “¿Merecen tanto honor las revoluciones?” Los hombres que las piensan no son los que las hacen. Quienes las comienzan viven raramente su epílogo, salvo en el exilio o la prisión.” Y prosigue con otro cuestionamiento “¿Son realmente los símbolos de una humanidad dueña de sí misma, si ningún hombre se reconoce en la obra surgida del combate de todos contra todos?”[5] Estas preguntas apuntan a una cuestión moral, dado que las anteriores interrogantes formuladas puede sintetizarse en una: ¿Qué valores promueve la revolución que la hace digna de su realización?.
Para afrontar tales cuestiones habría que bordear dos aspectos: los diversos estratos semánticos del concepto revolución y el tipo de historia que promueve la idea de revolución. En primer lugar es ampliamente reconocida la acepción astrológica que tiene el término revolución, el cual vendría a ser el “regreso de un astro al punto del cual había partido”[6], y precisamente esta significación es la noción que oculta el mito de la revolución al instituir la convención de ruptura temporal entre un antes y un después, principio nocivo de la revolución, porque con ella niega todo pasado para imponer un porvenir, y de ello deriva su carácter potencialmente represor, tal como señaló Montesquieu en su obra, Del espíritu de las leyes, en donde advertía que el despotismo es inherente a toda explosión revolucionaria, y a ello agregaría Aron con su intervención: “Un poder revolucionario es, por definición, un poder tiránico. Se ejerce a despecho de las leyes, expresa la voluntad de un grupo más o menos numeroso, se desinteresa y debe desinteresarse por los intereses de tal o cual fracción del pueblo.”[7]
Por lo anteriormente dicho es necesario recordar la imagen de circularidad que suscita el concepto revolución: “Asigna a la revolución un espacio físico originario el de un círculo cuya circunferencia traza en el infinito un arquitecto misterioso, un dios o un pueblo. La describe torturada por la «la vaga sed de algo» y comunicando esa sed a la historia.”[8]
Es así que el carácter represivo que alberga potencialmente la revolución permite explotar el concepto altamente conflictivo de pueblo, al evocar en ella una comunidad misionera (ello lo posibilita el mito del “salvador nacional”). Y en este punto es preciso recordar algunas ideas que hemos referido en otras oportunidades. La primera respecto a la relación de la metáfora del círculo con el totalitarismo, fue así como sosteníamos en conversaciones anteriores, haciendo alusión al planteamiento que hizo el teórico Norberto Bobbio cuando explicaba cómo el circulo termina siendo la imagen del totalitarismo, porque no permite ni izquierda ni derecha, y llegados a este punto de absolutización del poder, para la clase revolucionaria que gobierna deja de ser útil el mito de la izquierda, pero entra en sustitución el mito de la revolución, y con ello la actualización del terror de la izquierda en el poder queda asegurada, por ello Aron sostiene que: “La fase tiránica dura más o menos tiempo según las circunstancias, pero nunca se llega a obviarla -o, más exactamente, cuando se consigue evitarla, hay reformas, no revolución.”[9]
Por otro lado, otra idea en la que trabajamos en otra oportunidad, observábamos cómo el concepto de pueblo hace pensar la política como la muerte misma, porque tal noción colectivizante no permite la emergencia de autonomía alguna al diluir toda individualidad, y esto está asociado a la promoción del conflicto inherente a los valores de izquierda, tal como identifica el propio Aron, quien señala que: “No cabría considerar inseparables la violencia y los valores de izquierda, la inversa se aproximaría más a la verdad.”[10]
Entonces, retomamos la interrogante que nos hizo Aron ¿Cómo puede ser posible que la revolución sea símbolo de humanidad? Si la revolución que promueve la izquierda constituye una negación de la vida y la libertad, ¿Cómo puede ser esa negación señal de humanidad? Es así que los sectores revolucionarios más radicales al promover la violencia, la destrucción y la muerte como estandartes máximos de su concepción de la política, ello permite entender cómo la historia les ha servido de práctica militante para instituir ese orden moral revolucionario, y fue así que el materialismo histórico pudo universalizar el conflicto al hacer del autosacrificio, la muerte y la violencia los valores máximos de su jerarquía moral, de allí que el paradigma marxista haya podido institucionalizar al enemigo como modalidad operativa y discursiva.
Por consiguiente, valdría la pregunta ¿La revolución es compatible con la democracia? A tal pregunta Raymond Aron respondería: “La toma y el ejercicio de poder por la violencia suponen conflictos que la negociación y el compromiso no logran resolver; en otras palabras, el fracaso de los procedimientos democráticos. Revolución y democracia son nociones contradictorias.”[11] Por ello que para el chavismo cada sesión de dialogo con la oposición, más que una búsqueda de solución, significó un respiro ante momentos de presión.
No obstante, el rigor histórico obliga a tener en cuenta que no toda revolución es igual, cada revolución tiene su especificidad, tal como la revolución japonesa o de Pedro el Grande, las cuales no necesariamente fueron fuertemente transgresoras, sin embargo es inevitable que surjan prejuicios contra ellas. Entonces, la especificidad del mito de la revolución al que hacemos alusión, es al mito revolucionario marxista, tal como explica Aron: “La revolución de tipo marxista no se ha producido porque su concepción misma era mítica: ni el desarrollo de las fuerzas productivas, ni la madurez de la clase obrera preparan el derribo del capitalismo por los trabajadores conscientes de su misión.”[12]
¿Qué reflexión podría argüirse al analizar el mito de la revolución? Que este mito político es la masificación del opio marxista, la cual deja de ser exclusiva de los intelectuales, para volverse una patología psicológica que envuelve a toda una sociedad ¿Por qué toda la sociedad? Porque paraliza su temporalidad, y ello no necesariamente quiere aludir a la “transtemporalidad de la revolución”, tal como refería el filósofo francés Merleau Ponty, no, sino la atemporalidad de la sociedad es la paralización de su dinamismo vital, y su expresión más concreta es el fracaso económico de los comunismos y socialismos.
Ampliemos tal afirmación, de una manera sencilla se puede entender lo que sucede con las patologías psicológicas, ocurre una disociación en el individuo a un grado tal que pierde toda noción de sucesión de los hechos, pierde todo sentido de realidad al corta lazos con la sociedad, por ello que se desconecte del tiempo social, y esto se traduce en una sensación de detenimiento o petrificación del tiempo, ya sea por aferrarse al sentimiento de pérdida, pierde junto con ella todo sentido de ritmo de cambio, y así el individuo se sume en su total aislamiento de la realidad.
Ahora bien, si trasladamos este proceso psicológico individual a un plano histórico, es posible apreciar cómo en las “grandes” revoluciones socialistas y comunistas se manifiesta esta patología, téngase en cuenta la URSS, Corea del Norte o Cuba, pareciera que se detuviera el tiempo en esos países, esta sensación también pareciera atestiguarlo las silentes calles nocturnas de Venezuela que son muestras de la pérdida de su vitalidad social. Y precisamente allí reside el componente más destructivo del mito de la revolución, ya que al ser un mito de la ruptura invoca a una patológica regresión al pasado ¿No es contradictorio a la civilización el sentimiento nostálgico de una idílica edad de oro comunitaria? De allí que la izquierda exalte con vehemencia la muerte y el valor para alcanzar tal ideal, por ello que Aron diga: “Las revoluciones que invocan al proletariado, como todas las revoluciones del pasado, señalan la sustitución violenta de una élite por otra. No presentan ningún carácter que autorice a saludarlas como el fin de la prehistoria”[13]
Ha sido así que la revolución marxista resultó la mayor estafa histórica hacia la humanidad, la estafa de un jugador siniestro que promete la apuesta por un glorioso porvenir que nunca llega, y la eficacia del mito de la revolución radica en ocultar no solo la imagen del apostador que invita a perder, sino de la apuesta a la que él incita a hacer, ¿Qué es precisamente a lo que apuesta la revolución? A una regresión democrática donde domine un poder absoluto, de allí que concluyamos con Raymond Aron con lo siguiente: “…la omnipotencia de un partido- no son buenos en sí mismos, sino que pueden ser empleados en fines horribles. Mantendrá la esperanza o la voluntad de una revolución, la única auténtica, que no consista en el reemplazo de un Poder por otro, sino que voltee o al menos humanice todos los Poderes.”[14]
Referencias
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