Serie: Crónicas del socialismo del siglo XXI. #13 Mis dos metamorfosis

Ezio Serrano Páez

 

Franz Kafka se quedó corto con la metamorfosis que transforma un hombre en insecto. Les puedo asegurar la posibilidad de moverse en un doble sentido de la escala evolutiva. Y para esto se pueden producir hasta dos transformaciones, tal como las experimentadas por este seguro servidor. Yo era un ciudadano normal  residente en este vecindario, sin fortuna y con las aspiraciones naturales de un mortal de mi edad. Pero algo ocurrió por allá, por 1999, cuando todo comenzó a cambiar: Como si se tratara de un efecto narcótico, una extraña  euforia se fue apoderando de mí, de tal modo que el hombre cauto, laborioso y ponderado reconocido por los vecinos, fue cediendo el paso a un sujeto avieso, temerario y atorrante. Pronto pude comprender que sin haber transitado por alguna de las terapias existenciales y sin el apoyo de algún gurú experto en la felicidad eterna,  ya era el portador de un optimismo frenético, ciego y hasta delirante.

 

La euforia incontenible y compulsiva  provocó un  cambio radical en mis inclinaciones sociales. En lo sucesivo, habría de mostrar transformaciones profundas en mis hábitos, creencias y valores esenciales, siempre bajo el signo del optimismo radical.  Por momentos me elevaba   a un estado de éxtasis próximo a la ataraxia. Luego  recuperaba la vivacidad inicial y me invadían unos deseos convulsos de aplaudir agitando las palmas, pegando los codos e intentando unir en un solo aplauso hasta la cintura escapular. Ya para este momento, me encontraba en medio de una danza ritual  aprobatoria que agitaba todo mi cuerpo, poniendo al descubierto una alegría salvaje, en un rictus que iba delineando los modos y ademanes de un pinnípedo. Me había convertido en foca.

 

Pero, ¿Cuál era el origen de aquel comportamiento? ¿Qué fuerzas sobrenaturales me impulsaban a la celebración frenética mediante aquella danza ridícula que unía mis extremidades inferiores?  Pero sobre todo, ¿que podía provocar aquella euforia extrema que me llevaba a la agitación desde mis músculos deltoides, trapecio y cuádriceps, pasando por los huesos húmero,  homóplato  hasta el manguito rotador?  Nunca pude responderme esas preguntas. Sin embargo, me regocijaba con sólo optar por las promesas  electorales, asociadas con una revolución humanista, pacífica pero armada. Un espíritu festivo supra humano se apoderaba de mi, permitiéndome hacer fiesta de  aquello  que usualmente  la gente consideraba problemas de la cotidianidad. La inflación,  el hampa  desbordada, la escasez de alimentos, entre otros, nutrían mi euforia  frenética. Sin tratados sobre la auto estima, ni literatura de auto ayuda, aprendí a sustituir la verdad con los deseos, que no “empreñan” pero me impulsaron a configurar una inexpugnable  visión optimista, contra todo pronóstico o queja surgida de mi entorno.

 

Pero debo reconocer  que mi transformación  también  trajo algunos inconvenientes. Como en la novela de Kafka, el aislamiento familiar apareció en la escena. Los primeros en hartarse de mi compulsiva y permanente euforia, fueron mis hijos, los morochos  Rafael y Raúl. Ambos  jóvenes y profesionales,   se quejaban de la falta de oportunidades  y por ello no soportaban  mis aplausos permanentes frente a la televisión, aprobando cualquier actuación oficial.  Ellos  debieron emigrar, y ahora nos  envían  remesas  para  podernos  mantener.  De vez en cuando amenazan  con cortar los suministros, si me mantengo en mi eufórica actitud aprobatoria de toda acción  gubernamental. No lo pueden entender. Prefirieron irse a limpiar pocetas en lugar de disfrutar de nuestro bello país.

 

Otro problema ha resultado mi afición desbocada por  las aguas frías  y el pescado crudo.  Por fortuna, mi, mujer, una maracucha espléndida y también apasionada por el frío,  me ayudó a reforzar el  aire acondicionado de la casa. Procuró que la tina del  baño siempre estuviese provista con  abundantes  trozos de hielo que me permitían chapotear bajo las gélidas aguas durante horas. Los morochos pagan los costos, pero mi mujer les miente. Les dice que me estoy regenerando. Entre tanto, aprendí a desplazarme desde la tina al televisor, mi gran fuente de placer. Para ello me arrastro aprovechando el impulso de mis extremidades inferiores ya convertidas en una cola, con  patas cortas y con una membrana uniendo los dedos.

 

El aislamiento social, no evitó  el problema de los sonidos  de celebración. A los vecinos les inquietaba la clase de ruidos que surgían de la casa.  Al escuchar o ver las noticias  del día, siempre con la programación oficial, mis graznidos se hacían más vibrantes y sonoros. Disfrutaba horrores saberme parte de la única nación del planeta  que ha pagado su conversación en una de las más pobres. Informarme sobre la crisis general de los servicios públicos, elevaba los decibeles de mi celebración para disgusto de vecinos envidiosos y carentes de espíritu cívico. Sólo el sabotaje eléctrico  podía  interrumpir el festín mostrado con mis chillidos.

 

A pesar de mi asilamiento, gracias a  mi mujer y  su absoluta e inquebrantable paciencia, he podido  pasar estos años viendo la tele y chapoteando en la tina. Pero su paciencia comienza a resquebrajarse. Tal vez sea la presión de los morochos, pero también le temo a las visitas y cuchicheos  sostenidos con un vecino que suele visitarla. Cuando este personaje viene, me encierran en mi propio espacio, y me ignoran a pesar de mis ruidosos aplausos. No es que sienta celos  por lo del  visitante pues en realidad,  ya considero a mi esposa como mi entrenadora y miembro de otra especie. Pero temo que este personaje contradiga los principios y verdades que compartimos en nuestra casa. Está con el enemigo, de eso no tengo dudas. Ellos pasan largas horas conversando, a veces hasta altas horas de la noche.

 

Las cosas se complican, la metamorfosis no parece detenerse. Mi mujer ha dado muestras de no admitir la viabilidad de nuestra relación. Mi delirante advocación  del  Presidente Obrero y la creencia manifiesta en que no podré vivir sin él, son vistas por ella  como un delirio gay,  como una disposición mal disimulada para salir del closet, o más bien de la tina con agua helada. Le resulto impresentable,  mi apariencia le parece chocante: un cuerpo en  forma de torpedo, con cabeza pequeña, hocico con largos pelos a modo de bigotes, aletas por brazos, orejas reducidas prácticamente a simples orificios y la pestilencia a pescado, entre otras notas, ya le resultan francamente insoportables. Sólo admite tratarme como mascota. Pero yo no entiendo sus complicaciones. Lo más probable es que le moleste mi felicidad perpetua. ¿O será obra del  amigo  que la visita?

 

Pasados algunos días ya no tengo dudas: ¡en mi casa se conspira! Mi esposa  pasa largas horas con el vecino  y descuida continuamente, el aprovisionamiento de hielo y pescado fresco de mi dieta. Los morochos no envían remesas. Para colmo, un largo apagón de más de 24 horas ha introducido una brusca variación en el micro clima hogareño. Ella insiste en atribuirlo, tal como dice su amigo, al colapso del sistema eléctrico, desconociendo la información demostrativa de un saboteo del enemigo. La falta de agua también complica  el ecosistema de mi habitación.  En la tina sólo un pequeño charco me recuerda la humedad de tiempos mejores. ¿Todo esto será un efecto del calentamiento global provocado por el capitalismo? Lo cierto es que mi modo de vida está seriamente amenazado. ¿Podré soportar estas manifestaciones del sabotaje o del cambio climático?

 

Mi  ex mujer y el vecino han recrudecido el encierro. Ya no soporto el sofocón de aquel ambiente enrarecido. Ahora paso largo tiempo con mis oídos pegados a la puerta,  procurando saber lo que hacen aquellos dos. Puedo escuchar voces susurrantes, a veces  quejidos  y gemidos entrecortados. ¡Es su manera de conspirar! Por fortuna, mi cuerpo  parece reiniciar una nueva adaptación a un hábitat menos frío contando con el charco restante en la tina. Su forma de torpedo comenzó a transformarse. Ahora empiezo  a lucir una regordeta estampa, con cabeza triangulada e integrada al resto de la estructura corporal, con la boca muy ancha y lengua protráctil. Mi aleta extrema comenzó a ceder espacio para unas largas patas traseras, aptas para darle impulso a los saltos que ahora puedo practicar. Con las aletas pectorales ocurrió lo mismo, y en ambas  extremidades  aparecieron dedos unidos por una membrana interdigital.

 

Ahora soy un anfibio de la familia Anura. Sapo para más señas. Mi nueva  obsesión es la captura de mis presas utilizando la lengua protráctil.  Por ello necesito salir de la tina para denunciar la conspiración encabezada por el vecino y mi ex mujer. Me humedecí  en el charco aún presente en la tina y me dispuse a saltar por la ventana entreabierta. Una vez afuera, comencé a croar  de júbilo por la libertad recién conquistada.  Inmediatamente me dirigí  a la  casa comunal, lugar donde se reúnen los viejos sin oficio del partido. Con la barriga inflada por la emoción,  intenté hacerles saber  el peligro inminente surgido en mi propia casa.  Pero la reacción de los allí presentes fue absolutamente inesperada. Mi presencia les causó  tal repulsión  que provocó un ataque  de histeria colectiva. Las señoras  gritaban ¡mátalo!, en tanto que  un miliciano tomó una escoba y me expulsó del recinto sin miramientos, sin considerar que, aparte de camaradas, somos de la misma especie.  Mientras me alejaba dando mis saltos respectivos, me preguntaba  ¿dónde podría hallar un nuevo hábitat acorde a mi nueva vocación? Después de meditarlo muy bien  decidí probar suerte  en el laguito del Fuerte Tiuna, si fallaba mi plan A, buscaría algún charco cercano a las playas de  Choroní. Los camaradas pescadores si me van a comprender.

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