La Shoá: más que un mal sueño, fue verdad

Jhonas Rivera Rondón

“Sin la verdad, no soy nada ni nunca lo seré”

Haruki Murakami[1]

En la memoria creamos lo que fue, lo que ocurrió. Un pasado que intentamos domesticar. Gracias a la memoria puedo decir quien soy, lo que soy (y lo que quiero llegar a ser). De este modo,las personas entretejemos relatos que forman nuestra identidad. Lo mismo pasa a nivel social, la historia oficial establece narraciones que nos hace sentir parte de algo: la familia, la región, la patria. En fin, un mundo cultural ya construido al que llegamos cuando nacemos. La memoria instituye una estabilidad simbólico existencial mediante un conjunto de imágenes y narraciones predominantes, con una propia plasticidad para adaptarse al cambio.

 

La memoria social forja una institución que adquiere formas variadas: museos, academias, cátedras, monumentos o fechas conmemorativas; pero a veces los lugares de la memoria[2] parecen ser tan imperceptibles que no llegamos a considerar nuestros propios hábitos como un lugar de la memoria: tomar café en la mañana, sacar a pasear al perro. Inscripciones inmateriales y dinámicas hacen a la memoria susceptible al cambio, donde la historia resiste un poco mas.

 

La historia escrita no cuenta con la misma plasticidad que un hábito; la costumbre de tomarse un café en la mañana puede ser abandonada por una severa gastritis. La inscripción de la historia resiste un poco más a la volatilidad de la memoria. Su incidencia es mayor a nivel social, constituyendo así una conciencia histórica: un “soñar despierto” de una comunidad –tomando una expresión del filósofo Paul Ricoeur– [3]. Con el tiempo los recuerdos se van volviendo más efímero, incluso para una sociedad histórica con un libro sagrado que rememora su pasado. De allí la importancia del poder evocador de la escritura, cualquier alteración en ella podría alterar el modo en el que se recordará el pasado. Los héroes podrían dejar de ser héroes.

 

Por ello que toda re-escritura de la historia, más que modelar la conciencia histórica, puede significar un arrebato de la identidad. Suprimir unos hechos por otros es un acto que no oculta inocencia alguna, tal como lo señala elocuentemente Haruki Murakami: “Arrebatar la Historia legítima es igual que arrebatar una parte de una personalidad. Es un crimen.”[4]

 

Estas palabras coloca al límite las implicaciones éticas de la escritura de la historia, tal como lo hace el recuerdo de la Shoá.  Acontecimiento histórico que convertido en trauma es difícil rememorar, pero que debemos recordar para tener presente la irracionalidad del hombre al abrazar el mal. La Shoá forma parte de la identidad de un pueblo que estuvo al borde del exterminio: los judíos.

 

Ante la importancia de este acontecimiento para la historia universal, tinta no ha faltado para escribir sobre ella. La negación del Holocausto ha tomado aliento historiográfico, tal como lo ha hecho  Harry Elmer Barnes entre otros, intentando silenciar el eco que dejaron los pasos que se dirigían hacia los campos de concentración y a la muerte en las cámaras de gas. Esta negación denigra de la heroicidad de muchas vidas de los judíos, quienes enfrentan históricamente el antisemitismo “ancestral” que insistía e insiste en mantener viejos mitos: el judío como el típico avaro o asesino de niños; prejuicios que detentan contra la historicidad de una identidad.

 

La Shoá enlazó, con mayor fuerza, las memorias del pueblo judío con Occidente: victimas y culpables. Nudos de la memoria en los que también está implicada toda la humanidad. El Holocausto significó la puesta en práctica de la razón para el mal. Alemania había alcanzado el mayor grado de perversión de su redención antisemita[5]. En las sombras de las utopías estuvieron escondidos los peores terrores para la vida humana: la pretendida aniquilación absoluta de toda una comunidad.

 

La vida triunfó, sucesivas generaciones de judíos dan cuenta del fracaso de una racionalizada perversión. Pero, ¿acaso la cuestión quedó hasta allí? No, cada vida, cada generación plantea sus propias luchas. Aún hay que resistir el arrebato de la historia: “El mundo […] es una lucha eterna entre una memoria y otra memoria opuesta.”[6]

 

En este sentido, la Shoá resaltaba todas las implicaciones éticas de las escritura de la historia. No hay pluma inocente cuando alguien pretende reescribir la historia de otra persona; puede que se imponga una memoria sobre otra, y junta a ella todo un orden moral. Parece que una “culpa histórica” empujara a tal lucha de la memoria ¿Qué tan pesada es esta culpa? Ser un perpetrador fracasado no es un lugar en el que cómodamente se quiera estar. Las víctimas no olvidan.

 

Nuestra tradición cristiana estuvo puesta a prueba, ¿acaso una irracionalidad podía mitigarse con más irracionalidad? Explico mi pregunta ante el posible desconcierto. El perdón, tal como lo definía el filósofo Vladimir Jankélévitc, era un acontecimiento excepcional, textualmente decía que: “En un movimiento singular, radical, e incomprensible, el perdón lo borra todo, lo aleja todo y lo olvida todo”[7]. ¿Acaso no es irracional pretender deshacer lo que ya se hizo? Simplemente, no se puede regresar al pasado, pero aún así el perdón supone un aparente “olvido”. Invita a un acercamiento entre la victima y el culpable «cómo sí» no hubiera pasado nada. Pero este acercamiento no debe entenderse como sinónimo de olvido.

 

Un acto de maldad irracional puede ser aplacado con un acto de bondad, igualmente, irracional. Ello no supone un olvido absoluto, sino un abandono de resentimiento para dar posibilidad al encuentro. El perdón como fenómeno político se convierte en una necesidad democrática[8] para la coexistencia. A pesar de todo, victimas y culpables comienzan a compartir una historia en común, y en ellos recae el compromiso de no repetir lo ocurrido.

 

El perdón se convierte así en una necesidad de sobrevivencia. El perdón, al igual que el castigo, establecen límites a la culpa. No se puede vivir con un “odio infinito”. Un odio inauténtico que abre puertas al resentimiento. Y precisamente esa ha sido una de las lecciones que ha dejado la Shoá para la humanidad.

 

La Shoá ha significado un compromiso de toda una comunidad por no olvidar la potencial capacidad del hombre para hacer el mal. Este acontecimiento le da a la memoria del judío un sentido vital al intentar revestir de palabra algo inexplicable, tal como lo recalca Murakami: “La gente necesita esas cosas para seguir viviendo. Imágenes que no pueden explicarse con palabras, pero que son relevantes. En cierto sentido, vivimos para explicar ese algo.”[9]

 

En el Holocausto, el perdón pasa a ser un lugar de la memoria, así como también el lugar de un crimen, el lugar de un trauma. Ese espacio de la memoria en donde víctimas y culpables (así como también cómplices e indiferentes) crearon nudos. Los judíos, como comunidad histórica hicieron del pasado su verdad para superar una pesadilla, y poder así, hacerla parte de su personalidad.

 

El lector podrá preguntarse con justo motivo, ¿por qué un escritor japonés sirve para reflexionar sobre la Shoá? Utilice especialmente la obra, 1Q84, de Haruki Murakami por el argumento de su trama: a pesar de que los protagonistas están en una realidad desdoblada de la original, aun siguen creyendo en la verdad de su realidad. Verdad que forma parte de su personalidad, defienden su pasado no-reescrito. Estos personajes viven para explicar ese algo que les parece disonantes, necesitan luchar por sus propias memorias, sus creencias y sus ideas. Y por ello, la Shoá reivindica precisamente esa lucha, porque a pesar de que los sistemas totalitarios pretenden robar la dignidad del alma arrebatando sus relatos al reescribir historias, a pesar de que lo anormal pase a ser considerado como normal, esa idea de que algo no anda bien es lo que motiva asumir con convicción una idea, sigue siendo el aliento que invita a conquistar la libertad y no olvidar.

 

Referencias

[1] Haruki Murakami  1Q84. Libro I y II. s/p: Tusquets, 2010. [formato epub] p. 632.

[2] En alusión a la tesis del historiador Pierre Nora: Les lieux de mémoire. Montevideo: Trilce, 2008.

[3] Historia y verdad. Madrid: Ediciones Encuentro, 1990. p. 259

[4] Haruki Murakami  1Q84. Libro I y II. p. 400.

[5] Véase Dominick LaCapra: “Historia y memoria. A la sombra del Holocausto”. En Historia y memoria después de Auschwitz. Buenos Aires: Prometeo, 2009. pp. 23-59.

[6] Haruki Murakami  1Q84. Libro I y II. p. 459.

[7] Fragmento extraJoseba Zulaika; “Voz; Perdón”. En Andrés Órtiz-Osés y Patxi Lanceros: Diccionario de la Existencia. Barcelona-España: Anthropos, 2006. pp. 453-458. p. 454.

[8] Joseba Zulaika; “Voz; Perdón”. p. 457.

[9] Haruki Murakami  1Q84. Libro I y II. p. 790.

Imagen: Obra «Holocaust Resurrection Portfolio» de Ernest Greenwood

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