La peligrosa esperanza en la utopía militar

Jhonas  Rivera Rondón

 

Cuando se deposita una excesiva confianza en el otro para que solucione los propios problemas, es inevitable una relación de dependencia. Ese es el trasfondo contenido en la excesiva e ingenua esperanza civil en los militares para la resolución de las crisis políticas. Es así como los ciudadanos se niegan toda capacidad y responsabilidad de asumir su propio porvenir político.

 

Ciertamente este asunto involucra un aspecto de autoestima, así como también un fuerte componente moral y político, ya que en la utopía ciudadana de la armonía, la estabilidad que supondría establecer un orden político de corte militarista es edulcorado por la seducción de las dictaduras.

 

Tal seducción podría traducirse como un miedo a la libertad, pero su atracción es manifiesta en el encanto y el carisma de los personalismos políticos así como también en las visiones mesiánicas que invocan a hombres uniformados, para imponer orden en un escenario corrupto y caótico.

 

Estos rasgos han definido la fisonomía política de la democracia venezolana en estos últimos años, especialmente lo que respecta a las relaciones civiles-militares, y allí es donde reside nuestra paradoja política, tal como lo sugieren los historiadores Domingo Irwin y Frederique Langue, pues  nuestra historia ha sido testigo de como, por un lado, los militares han inaugurado órdenes políticos de corte civilista, y por el otro, como los civiles, desde su ingenuidad o conveniencia, han dado puerta abierta a los militares para que asuman asuntos perteneciente a la esfera civil[1].

 

En el primer caso, después de la muerte de Juan Vicente Gómez, la ruptura del grillete de la tiranía fue llevada a cabo por un militar, Eleazar López Contreras, quien en su gobierno (1936-1941) llegó a establecer las bases institucionales para emprender el juego democrático en Venezuela, apertura política en cierta parte continuada por Isaías Medina Angarita (1941-1945), otro militar, quien vio interrumpida su labor por una irrupción cívico-militar, lo que dio posteriormente años más tarde a una dictadura de corte militar dirigida por Marcos Evangelista Pérez Jiménez (1952-1958).

 

Y en este último caso, se aprecia el otro lado de la paradoja política venezolana, en donde el sector civil dio cabida al sector militar para que asumiera de facto las riendas del país. Desde la historia del pensamiento político, especialmente desde el pensamiento utópico, es posible reflexionar sobre el peligro latente de la esperanza civil en la utopía de la instauración del orden emprendida por el militar.

 

José Rafael Pocaterra (1899-1955), escritor y político venezolano permite reflexionar al respecto, en su reconocida obra, Las memorias de un venezolano de la decadencia registró en su pensamiento utópico las implicaciones de esta paradoja política venezolana inherente a las relaciones cívico militares. Fue así que en sus años de encierro durante el gomecismo, Pocaterra relata un momento en el que presenció a un uniformado militar tras haber pasado un duro castigo y enclaustramiento, cuando por fin se le concedió la oportunidad de tomar aire libre, parece que sus ideas también tomaban un aliento hacia el futuro,  de tal modo este intelectual contrastó a los “bárbaros e iletrados” jefes de mando militar, quienes resultaban hombres de confianza de Gómez, con un emergente sector profesional de la violencia, llevándolo a decir que “ yo desconfío más de la selva que del cuartel.”[2]

 

Y precisamente el cuartel en estos tiempos representaba una forma moderna de gobierno, dado que apenas el 5 de julio de 1910 fue que se creó el Ejercito Nacional en Venezuela, y de allí que el Estado se fortalezca al perfeccionar la maquinaria institucional que monopoliza la violencia, y con ello asegura la estabilidad política nacional, que estuvo desgarrado por casi todo un siglo por raicillas caudillistas regionales.

 

En estas circunstancias Pocaterra proyecta su pensamiento utópico en torno a la esperanza en la profesionalización militar para superar el problema venezolano de la “barbarocracia” gomecista, augurando así que si este nuevo sector profesional de la violencia asumiera el poder: “…en veinticuatro 24 horas quedaría resuelto el problema venezolano, sin sangre, ni conmociones, ni peligrosas revivencias.”[3] Y de esta manera se gesticula la ingenua esperanza civil en lo militar.

 

Pocaterra de alguna manera expresa un rasgo persistente a lo largo del siglo XX venezolano en torno a la ligereza civil al idealizar el estamento militar, como el único capaz en momentos críticos de restablecer el orden político. En tiempos de desencanto político, la dirigencia civil es cuestionada al punto de rememorar nostálgicamente la figura de Marcos Pérez Jiménez, y esas remembranzas se fermentaron utópicamente al esperar mesiánicamente a aquel militar quien (im)pusiera orden, sin prestar atención a las amenazas que albergaba ceder esa cuota de poder político a un profesional de la violencia, y ello fue precisamente lo que nos trajo a Hugo Chávez Frías.

 

Hagamos un breve recuento en puntos fundamentales en las relaciones cívico-militares en Venezuela en la segunda mitad del siglo XX. En esta etapa de nuestra historia política se ha gestado lo que Domingo Irwing y Frederique Langue denominan “el espejismo del control civil”[4]. Entonces, caída la dictadura militar, por casi veinte años (entre los años 60’ y 70’) civiles y militares estuvieron en relativa armonía, los principales partidos políticos venezolanos (Acción Democrática, COPEI, MAS) y la alta gerencia militar enfrentaban un enemigo en común: la insurgencia guerrillera en el contexto rural y urbano.

 

Sin embargo el enemigo feneció en fuerza, y se diluyó en humo, y además, las relaciones cívicos-militares no supuso ser equivalente de una relación toxica donde alguno de la pareja al ser posesiva desvirtúa la misma relación, y precisamente allí radicó este “espejismo”. En primer lugar, se preservó el monopolio militar sobre su institucionalidad, cuestionando toda intervención de algún civil en su instancia “natural”[5]. Por otro lado, el izquierdaje al evaporarse, se introdujo con fuerza en los 80’ en lo más profundo de la institución militar, promoviendo así secretismo de logias militares con claros visos desestabilizadores, cuyo peligro se expresó en la crisis política que alcanzó su mayor punto en las intentonas de golpe de Estado del 92.

 

Fue así que llegados a los 90’, la sociedad venezolana pasaba por unos años de desencanto con sus políticos, en donde los fallidos golpes de Estado del 27 de febrero y noviembre del 92 no eran el único indicador de un quiebre institucional, sino aunado a ello, con la complicidad de representantes de la sociedad civil, Carlos Andrés Pérez era acusado por malversación de fondos, lo que conllevó que el Tribunal Supremo de Justicia detentara contra la democracia misma, consumando así un Harakiri institucional, pero que a diferencia de los samuráis que tras este suicidio ritual resarcían su honor, quedando garantizado la integridad de su familia, en nuestro caso el honor de la institucionalidad democrática venezolana quedo en el aire, quedando a merced de los outsiders políticos.

 

Fue así que la tarea que correspondía al siguiente gobierno de Rafael Caldera (1993-1998), restaurar los fundamentos que dieran solidez a la democracia venezolana fue una tarea que rebasó la senilidad del gobernante de turno. Y la agudización de estos vientos de incertidumbre le abrieron electoralmente las puertas al militar, Hugo Chávez Frías.

 

Chávez no solo representó a un sector social y político, sino una moral distinta, su manipulación sobre la marginalidad acentuaba la dependencia civil hacia los militares, los cuales se presentaron como agentes de cambio político y elementos modernizadores del país[6], vituperando así todo los avances de los gobiernos democráticos y civiles de años anteriores, y en ello consistió el parte aguas de la Quinta República.

 

De tal modo, la relación tóxica con los militares se agravó con Chávez, ya que la tendencia posesiva del sector militar se hizo notar, cada vez más era recurrente observar a los militares en el Estado, llegando a asumir puestos ministeriales, e incluso llegó a absorber esferas de índole económica, estableciendo para ello una institucionalidad paralela, téngase en cuenta la formación de instituciones bancarias como BANFANB y AGROFANB, y así como otro tantos sectores importantes, tal como el clon militar de PDVSA, CAMINPEG, (compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petrolíferas y de Gas) creada el 10 de febrero del 2016 con autonomía propia.

 

Por lo menos con el gobierno de Chávez se acordó tácitamente con los militares mantener el uso de la violencia al mínimo, siempre y cuando no lo ameritara las circunstancias, tales como en abril del 2002. Pero tras la muerte de Chávez y con el creciente descontento hacia Nicolás Maduro, el “heredero” del trono presidencial, la excepcionalidad se hizo la regla, y los brazos represores del Estado se desplegaron ante la amenaza que involucraba la fragilidad de un gobierno que afrontaba la crisis económica más dura del país, con un precio del petróleo al mínimo hacia difícil la situación, y el descontento civil ameritaba ser acallado y controlado ante el peligro de perder el poder. De allí que la violencia se alzara con la frente en alto tras cada manifestación política,  la tortura y la aniquilación sirvió de aliciente contentivo del gobierno, quien delegó la tarea  a cuerpos de inteligencia y contrainteligencia como el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) o el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), o con despliegues persecutorios como la “Operación Liberación y Protección” (OLP).

 

Pero además, la crisis económica ha llevado a buscar otras alternativas de ingresos aparte de los del petróleo para alimentar la insaciable sed de la corrupción, y esas opciones se encontraron, pero con un coste moral de la institucionalidad militar que no deja de suscitar serios asuntos de reflexión en cuestión a nuestro actualidad, y por tanto a nuestro pensamiento político, por ello que habría que retomar este pensamiento utópico que realza la esperanza civil en la solución militar de la crisis.

 

Nuevamente retomemos lo que sostienen Domingo Irwing y Frederique Langue cuando dicen que: “El poder político, una vez más en la historia de Venezuela, se concentra en ningún otro sitio que en los cuarteles.”[7] Y ello denota una cuestión fundamental a reflexionar sobre nuestra paradoja política, porque asimismo aseveró Pocaterra: “Algunos suponen que de los cuarteles jamás pudo ni podrá salir la Libertad…”[8]

 

Con lo referido, daría la razón al Presidente (e) Juan Guaido al hacer un llamado al sector militar, como agentes importantes para la desestabilización y catalizadores del quiebre, y poder así poner fin el cese de la usurpación. Ahora bien, lo cuestionable de tal proceder, primero es la excesiva esperanza depositada en la utopía militar, ya que no se tomó en cuenta la fuerte politización de tal institución, además de la intensa vigilancia para mantener su control efectivo, en donde interviene la inteligencia cubana y rusa.

 

Así también, el fracaso como gestor político de Juan Guaido no solo ha conllevado al despilfarro de un importante capital político, sino que con ello ha hecho ver el alto coste material, político y moral que implica la deserción y la traición militar al régimen, en donde el apoyo al gobierno de transición no garantiza nada en el caso de una rebelión. Y por los momentos Guaido parece no acoplarse a las exigencias que supone afrontar no solo el trato con lo militares, sino afrontar la lucha contra un régimen totalitario que tiene mucho que perder y no está dispuesta a ceder, de allí que pareciera resaltar su ingenuidad política en la esperanza utópica en el factor militar.

 

Bien valdría algunas reflexiones sobre esta paradoja política venezolana inmersa en sociedades post-heroicas. En primer lugar habría que notar el coste que tiene la esperanzadora utopía de la resolución militar a la crisis, y abrir una nueva deuda civil con ellos implicaría considerar la advertencia del propio pensamiento utópico de Pocaterra: “En cada adolescente, en cada cadete, está agazapado un dictadorzuelo.”[9]

 

Otra cuestión que queda es sobre el eje de gravedad político alrededor de los cuarteles, allí podría ser posible una disposición de dialogo y negociación siempre y cuando el sector militar transmita una confianza en los civiles al apegarse a un compromiso ético, pero ante los desmanes de complicidades, corruptelas y depravaciones, en el caso venezolano, la institucionalidad militar está tan desprestigiada, y no sin razones, en los cuales cualquier tipo de acercamiento civil involucraría un coste moral en el cual habría que ser sumamente consciente lo que se va a apostar y con los riesgos que se va a contar.

 

Y en ello vira nuestro dilema político al estar constantemente propenso en esta en deuda con una utopía civil en su excesiva esperanza en lo militar, cayendo otra vez en el ciclo de nuestra paradoja política en las relaciones cívico-militares.

 

ReferenciaS

[1] “Militares y democracia: ¿El dilema de la Venezuela de principios del siglo XXI”. Revista de Indias, núm. 231, p. 550.

[2] José Rafael Pocaterra: Memorias de un venezolano de la decadencia: Castro 1898-1908. Caracas: Edime, 1966. p. 70.

[3] Ibídem. p. 69.

[4] Op. Cit. p. 551.

[5] Ibídem. p. 552.

[6] Ibídem. p. 555.

[7] Ibídem. p. 557.

[8] José Rafael Pocaterra. Op. Cit. p. 69

[9] Ibídem. p. 70.

Imagen: Padrino López y parte del Alto Mando Militar. Foto: Reuters

 

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