Entre la libertad y el poder: Pugna eterna en el imaginario social.

Juan Peña Vielma[1]

 

La ideología, como una interpretación del poder político, de las relaciones entre los individuos, como una figuración imaginaria sistematizada en una serie de creencias compartidas que validan un sistema social y que legitiman su organización, constituye uno de nuestros ejes centrales para realizar un análisis de la libertad, puesto que, al configurarse en el imaginario todo un sistema de valores, normas y controles sociales sustentados en realidades interpretadas y usadas ad hoc, la ideología suele pasar por alto, e incluso condenar actitudes, aspiraciones, razonamientos y disertaciones del individuo, coartando en algunos casos, y condicionando constantemente, el ejercicio de su libertad.

 

En los actuales momentos, el control del poder político en Venezuela ha echado fuertes raíces en distintas vertientes, y una de ellas, sino la más relevante es la vertiente ideológica. Valga acotar que no se pretende explicar el establecimiento del poder político como resultado de un control meramente ideológico, pues estaríamos incurriendo en asumir la tesis de la ideología dominante que estableció el marxismo moderno, (después de Marx) la cual pretendía explicar la continuidad y consolidación del sistema capitalista como resultado de un dominio cultural, explicación que, recientes estudios como el de Nicholas Albercrombie, en base a las propias disertaciones de Marx y Engels, han contravenido aceptando el hecho de que la cohesión social no se remite a meros hechos ideológicos sino a relaciones políticas y económicas dentro de un conglomerado social. No obstante, es preciso entender que, como lo dijera una vez Max Adler:

 

[…]no se puede decir que la ideología, en el sentido marxista, es algo no esencial e ineficaz en el desarrollo histórico; es un elemento sustancial y esencial en la legitimidad del proceso social[2]

 

En atención a dicha sustancialidad en la legitimación del proceso social, se ha visto como hechos tangibles y verídicos como los encarcelamientos por razones políticas, las agresiones a comunidades, residencias, propiedad privada e incluso la vida de los ciudadanos, siempre han encontrado alguna explicación o legitimación en el discurso ideológico hilvanado por el régimen denominado como “revolución bolivariana”. De tal suerte, el vocablo de “terroristas”, usado desde el poder, se ha convertido en el concepto ideal para justificar la agresión en contra de la población que se manifiesta anhelante de cambio político, de sistema y la supresión de los dominadores tiránicos que construyen alrededor suyo un cerrado grupo o suerte de oligarquía opresora y corrupta.

 

A la vista están tales aspiraciones sociales cuando en 2015, masivamente los ciudadanos se dirigieron a las urnas electorales para elegir una Asamblea Nacional, recibiendo un número de catorce millones de voluntades, en lo que ha devenido en el sondeo electoral más contundente, aplastante y masivo de toda la historia de Venezuela. En este contexto, en vista de la voluntad de establecer una nueva realidad, bajo la directriz de atestiguar un cambio real ante la convulsa y caótica situación de un país malversado y sumido en el desastre, la masa social expresaba un pensamiento utópico como respuesta a las incongruencias de los planteamientos ideológicos del poder.

 

Cuando se habla de la utopía, se considerada como el resultado del constante ejercicio de la imaginación social, siendo así, una interpretación imaginaria del poder político. Dicho concepto se aborda, como lo hicieran Carl Mannheim en su momento y Paul Ricoeurt posteriormente, en conjunto y ligado a la ideología en el sentido de que tanto el uno como el otro, se encuentran a cada extremo, se oponen en términos de aspiraciones de clases. Al atestiguar la condición distorsionadora de la realidad propia de ideología, encontraremos la existencia del pensamiento utópico como su contraparte, el que anhela cambiar la realidad que legitima la ideología.

 

Dicha contradicción entre la ideología y la utopía se manifiesta también en la realidad socio-histórica venezolana actual, así como en todo proceso socio-histórico en cualquier contexto. El poder político, controlado por un solo grupo desde 1999 hasta nuestros días, ha construido un sustento ideológico cuya efectividad reside en el desfase y la incongruencia entre el dicho y los hecho reales, es decir, en como, a conveniencia, se puede tergiversar una realidad en favor de una legitimación efectiva de un sistema vigente. Dicha incongruencia no debe ser entendida en un sentido peyorativo, mas debe ser considerada como un fenómeno propio de la imaginación individual y social. En su estudio, Ricoeur hace uso del concepto de incongruencia desarrollado por Manheim, del cual extrae la idea de que:

 

[…]los individuos así como las entidades colectivas están relacionados con sus propias vidas y con la realidad social, no sólo según el modo de una participación sin distancia alguna, sino precisamente según el modo de incongruencia. Todas las figuras de incongruencia deben ser parte de nuestra pertenencia a la sociedad.[3]

 

De modo que toda realidad, imaginada y representada en el discurso tiende hacia una forma de incongruencia pues la interpretación tanto individual como colectiva es multidimensional y expresa diversas aristas, eso es natural. No obstante, la tarea de desentrañar tales incongruencias y contradicciones en la justificación ideológica, conlleva a una comprensión profunda del hecho histórico. Del proceso venezolano actual pueden extraerse una multiplicidad de conceptos y abstracciones que dan cuenta de ello.

 

En particular podemos citar el ejemplo anterior, la intención manifiesta en la gran mayoría de la ciudadanía venezolana que en 2015 dio su voto de castigo contundente al régimen, con una masiva participación que arrojó como resultado una derrota electoral del poder político establecido. En anteriores ocasiones, dadas las victorias electorales de Hugo Chávez Frías producto de diversos factores y del apoyo de un conglomerado de individuos anhelantes también de una mejor condición de vida y creyentes en el proyecto que se les planteaba, en el discurso político se exaltaba al pueblo que lo había elegido, esgrimiéndose que el pueblo era sabio y consciente de su destino. En contraste, luego de la derrota sufrida, los principales voceros del poder aludían a la torpeza del pueblo, a su equivocación, su ignorancia y su docilidad, pues a su juicio, ese pueblo que cuando les favoreció era sabio, ahora era víctima deplorable del engaño.

 

En consecuencia, el Estado, a través de su ideología, comenzó a justificar una serie de acciones que iban en detrimento de la democracia y que, flagrantemente los sacaba cada vez más de los marcos constitucionales, acciones que encontraron perfecta legitimidad en su discurso pues, desde su óptica, no estaban encaminadas a otra cosa que no fueran salvar al pueblo del “gran error” de haber puesto en manos de sus “enemigos” los designios del país, de haber investido de poder con su voluntad, a la alternativa y la esperanza de cambio encarnada en el cuerpo parlamentario electo en 2015.

 

De tal suerte, luego de la derrota del régimen, la elección de los magistrados al Tribunal Supremo de Justicia de manera express fuera de los lapsos constitucionales establecidos, cuyos miembros en la mayoría de los casos no poseían el perfil requerido y obligatorio para tan trascendental cargo, siendo algunos miembros del PSUV, otros sin la experiencia académica y el ejercicio judicial exigido, y en el peor de los casos, con antecedentes penales, constituyó la más grave violación de la constitución y la piedra angular de la usurpación del poder. Posteriormente, la tesis del desacato de la Asamblea Nacional, enarbolada desde un TSJ desde su inicio ilegal, fungió como punta de lanza del poder en contra de la voluntad de cambio de una nación. Sin embargo, en el discurso ideológico a través del cual se legitima el régimen, se expresa que todos estos esfuerzos inconstitucionales, que entrañaban de fondo la preservación del poder político al cerrado grupo “revolucionario”, eran realizados con heroísmo para salvar al pueblo de un gran peligro, consecuencia de su equivocación.

 

De tal modo, la voluntad de cambio, la intención de la ciudadanía por librarse de una situación política que había arrastrado al país hasta una condición de desigualdad social y degradación, en suma, la intención popular de cambiar de sistema por uno más adecuado a su libertad, se vio contra atacada por la ideología del poder. En otras palabras, si se logra entender el malestar social existente en dicho contexto, las carencias y las necesidades, se puede comprender que tal intención electoral no es otra cosa que la aspiración a una situación mejor, a un cambio de realidad, una vida mejor que bajo el régimen de la “revolución bolivariana” no tenía lugar, por tanto, manifestaba una aspiración utópica de cambiar lo existente y alcanzar ese no-lugar que en el imaginario social se representa como ideal.

 

En resumen, la libertad de generar un contexto favorable al bienestar común, o sencillamente la libertad de elección, en el contexto venezolano, choca contra un poder establecido que reacciona y reprime la intención de un conglomerado social que en su mayoría anhela precisamente tal libertad. En este contexto, la libertad forma parte del pensamiento utópico, es una de las aspiraciones coartadas por el poder político en la realidad socio-histórica actual, contravenida por una ideología rígida y legitimadora del sistema. En suma, tal utopía se encuentra con la ideología, encarnando la pugna eterna en el imaginario social.

 

Referencias

[1] Licenciado en Historia. Autor de la tesis de grado: La Historia representada en la dramaturgia y el teatro: Un acercamiento al imaginario merideño y venezolano de la segunda mitad del siglo XIX, ULA, Venezuela, 2017. Mención publicación.

[2] Nicholas Abercrombie y otros. Op. Cit., p. 12.

[3] Ibíd., p. 46-47.

 

Imagen: http://anacronicosrecreacionhistorica.blogspot.com/2014/03/las-barajas-en-el-siglo-xix.html

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