
03 May Elie Wiesel. Semblanzas
Trudy Ostfeld de Bendayán[1]
Eliezer, “Elie”, Wiesel, fallecido en fecha reciente -2 de julio del 2016-, a la edad de 86 años, era un judío nacido en la pequeña ciudad de Sighet en Transilvania (Rumania). Sobreviviente de los campos de exterminio a los que fue deportado a los 15 años. Como miles de víctimas, también Wiesel fue despojado de su identidad y dignidad. Sin vestiduras, sin cabellos y habiéndole extraído hasta las piezas dentales de oro, no restó sino tatuarlo con un número de identificación en su antebrazo. Así, el joven fue cosificado: sería conocido por sus verdugos como el prisionero A-7713.
Al poco tiempo de su arribo a Auschwitz, el campo de la muerte, fueron gaseadas y cremadas su madre y hermanita Tzipora. Su padre muere en el campo de concentración de Buchenwald, donde ambos fueron enviados posteriormente. Wiesel no sólo hizo de la perpetuación de la memoria de ese atroz período de la historia su misión de vida sino, además, dada su insigne naturaleza misericordiosa se erigió en portavoz de los derechos humanos. Emprendió una lucha sin tregua contra la violencia y opresión sufrida por grupos minoritarios en sociedades dispersas a lo largo y ancho del mundo. En reconocimiento por sus incansables esfuerzos por promover la aceptación, comprensión y tolerancia a fin de vencer la indiferencia, la xenofobia y la injusticia le fue concedido el premio Nobel de la Paz en 1986. Premio al que se le suman un centenar de otros destacados reconocimientos. Junto con su esposa Marion creó la Fundación “Elie Wiesel” para los mismos fines. Fue asimismo un renombrado conferencista, crítico literario y autor de más de cincuenta obras traducidas a varios idiomas. Siendo “La Noche” una de las más relevantes. En la misma, transido de dolor conduce al lector hacia las profundidades más abismales a través del detallado relato de las traumáticas experiencias sufridas en las fábricas de la muerte creadas por los nazis.
Quisiera centrarme particularmente en esta tenebrosa bitácora a fin no sólo de transmitir a la audiencia la voz de este insigne personaje sino, además, alertar sobre la relevancia de atender las señales que suelen avizorarse en el horizonte antes de las catástrofes y que tendemos a desacreditar. ¿Existían realmente señales anticipatorias del macabro plan conocido como “la solución final”? La respuesta es afirmativa. Wiesel narra que desde muy joven era un ferviente creyente, mostrando un particular interés por adentrarse en los misterios de la Cábala, el misticismo judío. Confirmado la antigua creencia que sostiene que “cuando el alumno está listo, el Maestro aparece”, el muchacho halló un guía idóneo en un hombre simple y anodino procedente de Hungría pero de gran sabiduría. Este hombre fue expulsado repentinamente del país por el solo hecho de ser judío extranjero y, atravesando los territorios húngaros, la Gestapo lo condujo junto a grupo nutrido de prisioneros judíos a los bosques en Polonia. Pasados unos meses logró escapar y volver a la pequeña ciudad de Sighet con miras de alertar lo que está sucediendo más allá de sus estrechos confines: “Los hombres de la Gestapo, sin pasión, sin apresurarse, abatieron a sus prisioneros. Cada uno de ellos debía acercarse al foso cavado con anterioridad y presentar la nuca. Los bebés eran lanzados al aire y las ametralladoras los tomaban como blanco”…. Judíos escúchenme. Es lo único que les pido. Ni dinero ni compasión” ¿Le creyeron? “El pobre se ha vuelto loco”, fue la respuesta obtenida. “Yo tampoco le creía, confiesa Wiesel (2016, p. 15) ¿Cómo digerir el horror ante el mal absoluto? Todos intentaron sumergirse en el balsámico sentimiento que brinda el quehacer cotidiano.
Pasado un tiempo, cuando escucharon rumores sobre la avanzada del Ejército Rojo, la calma retornó nuevamente pues ello representaría la victoria final sobre los nazis. “Hasta dudaba del deseo de Hitler de exterminarnos”, narra Wiesel. Rumores….rumores… rumores, se decían unos a otros. Los alemanes con sus cascos de acero y su calavera como emblema entraron en la primavera del 1944 a Sighet, “sin embargo –escribe el laureado escritor- la impresión que tuvimos de los alemanes fue sumamente tranquilizadora. Los oficiales se instalaron en casas particulares y hasta en casas de judíos. Su actitud respecto a sus huéspedes era distante pero cortés. Nunca pedían lo imposible, no hacían observaciones impertinentes…. Los optimistas mostraron su júbilo – ¡Y bien! ¿Qué habíamos dicho? Ustedes no querían creerlo. Ahí los tienen a sus alemanes…. ¿Dónde está su famosa crueldad?… [Así que] los judíos de Sighet siguieron sonriendo (Ibid., p. 18).Pasada una semana esa sonrisa se borró de sus rostros, “se levantó el telón” y los alemanes detuvieron a los dirigentes de la comunidad judía. “Ese mismo día, la policía húngara hizo irrupción en todas las casa judías de la ciudad; un judío no tenía derecho a poseer joyas, objetos de valor; todo debía ser entregado a las autoridades bajo pena de muerte” (Ibid., p. 19). Cuando les fue impuesto el uso obligatorio de la Estrella de David amarilla, muchos, como el padre de Elie, respondieron: “de eso no se muere”. En breve lapso comenzaron la creación de guetos: concentraron a toda la población judía en algunas pocas manzanas de la ciudad. “Poco a poco, la vida volvía a ser normal”, escribe, “las alambradas que, como una muralla, nos cercaban, no nos inspiraban reales temores” (Ibid., p. 20). Una normalidad aparente que volvió a trastocarse cuando corrieron rumores que serían deportados a algún lugar de Hungría: necesitaban mano de obra dada la cercanía de la ciudad con el frente de guerra. Por lo menos así lo creían. Y de pronto, llegó el día de la partida. “¡Todos los judíos afuera! ¡Rápido! Los gendarmes húngaros golpeaban con la culata de sus fusiles, con cachiporras, a cualquiera, sin motivo, a diestra y siniestra, ancianos, mujeres, niños y enfermos” (Ibid., p. 25).
Después de días de espera en la intemperie, cuando se anunció finalmente la partida en tren “fue la alegría”, recuerda Wiesel, “no había sufrimiento más grande en el infierno de Dios, que estar sentados allí, en la calle, entre bultos, bajo un sol incandescente, que cualquier cosa era mejor que aquello” (Ibid., p. 25). Ingenua naturaleza humana ¿acaso no sabían que una realidad por vil que parezca siempre puede ser peor? ¿Optimistas, ingenuos o negadores? ¿Esa gente no conocía el alcance de maldad humana? Homo homini lupus, “el hombre es el lobo del hombre”, es uno los llamados más certeros de alerta que nos legó el filósofo inglés Thomas Hobbes (siglo XVII). Y el lobo aún no les había mostrado el alcance de su rapacidad. “me parece que todo este asunto de la deportación es una gran farsa… los nazis simplemente quieren apoderarse de nuestras joyas”, señala Wiesel en su libro. Sin embargo, llegó el tren. Arrojados por decenas en vagones de carga animal precintados desde afuera, comenzó el descenso al Averno. Un tránsito hacia los laberintos intestinos del inframundo. Un viaje sin retorno para millones de víctimas inocentes. El hacinamiento, el calor y la falta de alimento sostenidos por largos días en los vagones comenzaron a arrojar sus primeras víctimas ahorrándoles el trabajo a los nazis y a sus aliados. Una moderna Casandra, la mítica agorera, viajaba en el tren donde el jovencito Elie era transportado junto a su familia hacia un destino incierto. “La tercera noche, mientras dormíamos sentados unos contra otros y algunos de pie” –recuerda Wiesel- “un grito agudo traspasó el silencio: -¡Fuego! ¡Veo fuego! ¡Veo fuego!… Gritaba la señora Schäcther… señalaba la ventana con el brazo y aullaba: ¡Miren! ¡Oh, miren! ¡Ese fuego! ¡Un fuego terrible!… ¡Judíos, escúchenme! ¡Veo fuego! ¡Qué llamas! ¡Qué hoguera!” (Ibid., pp. 34-35). La mujer vociferada enloquecida mirando hacia el vacío mientras, su hijito de 10 años lloraba inconsolablemente, aferrado a su falda. Todos creyeron que esta pobre mujer se había demenciado y así la trataron desoyendo sus visiones. “Habíamos olvidado la existencia de la señora Schächter… y un día de pronto el tren se detuvo. Esta vez, en el cielo negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea…. Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. [Nos esperaban] unos curiosos personajes… que empezaron a golpear a diestra y siniestra, antes de gritar: -¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!… Ante nosotros esas llamas. En el aire, ese olor a carne quemada. Debía ser medianoche. Habíamos llegado. A Auschwitz-Birkenau” (Ibid., p. 38).
“Dios de Abraham, Isaac y Jacob…. Tú sabes muy bien, tú, fuente de toda memoria, que olvidar es repudiar; no me abandones, Dios de mis padres, porque yo no te he repudiado jamás…
Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que te lo debo recordar. Dios de Treblinka, haz que la evocación de este nombre siga haciéndome temblar. Dios de Belzec, deje que llore por las víctimas de Belzec….
Dios de misericordia, no me arrojes al… abismo en el que toda vida, toda esperanza y toda luz queden cubiertas de olvido. Dios de verdad, acuérdate que sin memoria la verdad se convierte en mentira porque solo adopta la máscara de la verdad. Acuérdate de que es a través de la memoria que el hombre es capaz de volver a las fuentes de su nostalgia por tu presencia.
Acuérdate Dios de la historia, de que tú has creado al hombre para que se acuerde. Tú me has puesto en el mundo, tú me has guardado en las épocas de peligros y de la muerte para que preste testimonio… Debes saber, Dios, que yo no te quiero olvidar. No quiero olvidar nada. Ni a los muertos ni a los vivos…”
Esta plegaria, elevada a un Dios Todopoderoso por Elie Wiesel en su obra “El olvidado” ha sido escuchada una vez más en el día de hoy, en esta tierra de Gracia, mi amada Venezuela, mi suelo natal a través de la trascendental iniciativa de la prestigiosa Universidad de los Andes al crear la Cátedra de Estudios sobre el Holocausto que lleva el nombre de mi padre quien, a semejanza de Wiesel, es un sobreviviente del genocidio nazi donde fueron exterminadas sistemáticamente millones de personas por causa de su raza, religión, orientación sexual o inclinaciones políticas.
Tenemos que tener siempre presente un hecho: la historia ha mostrado ser cíclica, “el eterno retorno de lo mismo”, pues el hombre puede cambiar de ropaje pero nunca de esencia. A la naturaleza humana le es inherente lo más sublime como también, lo más abyecto y maligno. El carácter y las circunstancias existenciales pueden activar cualquiera de los dos polos. Por ello, esta cátedra que hoy se crea además de fungir de memoria colectiva, deberá, así mismo actuar de centinela a fin de aprehender las señales que puedan atentar contra la libertad de nuestro pueblo y levantar su voz de protesta como debemos hacerlo todos los ciudadanos de bien. “Siempre debemos tomar partido” –advierte Wiesel- “La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al victimario, nunca a la víctima”, asimismo, estima que “existen momentos en los cuales nos sentimos incapaces de prevenir la injusticia, pero jamás existirá un tiempo en el cual nos sintamos incapaces de protestar”.
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