
09 Ago Serie Revolución Bolivariana: Crónicas del mal. Crónica #1 Sobre el bolívar fuerte y otras muertes
Ezio Serrano Páez
Estrenamos hoy la serie «Revolución Bolivariana: Crónicas del mal».
Relatos sobre el daño histórico de un proyecto ideológico
Corría el mes de diciembre del año 2016. Otra navidad sombría amenazaba con instalarse en el maltrecho estado anímico de los venezolanos. Para unos, la inflación cerrará en un 300%, otros piensan que llegará al 700. El día 12, en cadena de radio y televisión, Nicolás Maduro ordenó, mediante decreto de emergencia económica, sacar de circulación “en las próximas 72 horas” el proverbial billete de cien. El último reducto de lo que se llamó Bolívar Fuerte, debía desaparecer por debilucho e incapaz de procesar operaciones financieras en medio de aquella espantosa inflación.
La medida intempestiva sólo podría estimular el caos, justo en la época decembrina, cuando aumenta el flujo de las transacciones financieras y todavía no habían arribado los billetes sustitutos del legendario marrón. En días posteriores, Maduro debió prorrogar una y otra vez la vigencia de aquél papel, tras disturbios y saqueos en varias regiones del país. Pero en las montañas de Mérida las noticias de Caracas pueden llegar confusas y a destiempo, como lo confirmó el caso de Roberto Uzcátegui.
Roberto se consideraba así mismo, “un próspero productor agropecuario.” Con su finca en El Molino, pueblo sureño de Mérida, y con la suerte de haber engendrado en Lucía Chacón, su esposa, 3 hijos varones en seguidilla: Javier, Melesio y Rubén. Contaba con la mano de obra necesaria para dedicarse por entero a producir comida en la agreste topografía andina. Disponía de un camión mediante el cual movilizaba no sólo su propia producción, sino que además compraba la cosecha de otros productores para venderla en el mercado mayorista de Las González, cerca de la capital estatal.
Se dice que para finales del año 2016 el productor campesino guardaba en su casa no menos de 50 millones de Bolívares en billetes de cien, el fornido marrón que en algún tiempo despertó pasiones. Los sacos que utilizaba para acopiar papas o zanahorias, también le servían como alcancías. Y no podía ser de otro modo. Roberto movilizaba su dinero sin poder contar con una banca acoplada a su ritmo de trabajo. Entendía plenamente que los banqueros bailan al son que les imponga el gobierno para salvaguardar su precaria existencia.
Pero en El Molino, como en el resto de los Andes, las comunicaciones son ineficientes. Se va la luz, se caen las plataformas, los puntos de venta se vuelven inoperantes, la información llega con demora. Inevitables las operaciones al contado.
A pesar de lo cual el presidente obrero emitió su celebérrimo decreto de muerte al marrón, billete convertido luego en el Bruce Willys de las finanzas venezolanas, el duro de matar con decretos inoperantes. La sabiduría de Maduro se había desparramado aquél nefasto diciembre del 2016, para producir entre otras tragedias, la muerte de Roberto, el “prospero” productor agropecuario. No logró llegar al banco para hacer el depósito, el último día indicado en el discurso. Y nunca se enteró de la prórroga. Se ahorcó aprovechando una breve ausencia de Lucía. Un error en la fecha terminó aplastando su espíritu laborioso. En cambio el marrón logró sobrevivir por largos meses.
Muchos de los yerros de los gobiernos tienen el mismo destino de los errores clínicos: yacen bajo tierra. Pero, si se observa con detenimiento, el suceso narrado demuestra que se puede matar y morir de espejismos. Como el vivido por nuestro agricultor, al pretender enfrentar la inflación guardando unos billetes que en poco tiempo no alcanzarían para pagarse un ataúd. Son los espejismos originados en una economía desquiciada, promovida por unos delirantes, seguidos y aupados por enajenados mentales.
Tras la muerte de Roberto, su familia queda dislocada. Javier, el mayor de los tres, toma el control de la finca y los negocios del padre. Pero no logra preservar los vínculos personales, sobre los cuales el papá había fundado su pequeño señorío. Venidos a menos, con la madre en duelo y deprimida, cada uno se permite divagar con su propio sueño, polemizan acerca del futuro, se dividen frente al modo de encarar la incertidumbre.
Al inicio del 2017, Javier y Melesio deben lidiar con el agudo problema de la gasolina. Tras 18 horas de espera, han logrado el combustible para la faena del próximo día. Rumbo al hogar, la alcabala de la Guardia Nacional, el paso ineludible. Los uniformados se procuran la mesada del momento. No tienen la nobleza de los perros callejeros buscando el hueso del día. En realidad, son carroñeros. Tras una exhaustiva revisión del camión y la documentación, encuentran una excusa para la extorsión: Los documentos del vehículo están a nombre del padre. Un “delito” comprensible si antes no se impone la brutalidad.
Pero fue precisamente esto último lo que triunfó. Uno de los funcionarios mostró dos bidones de gasolina con 20 litros de capacidad, exigió cuarenta. Más o menos la mitad de lo que los hermanos habían obtenido, tras las 18 horas de larga espera en la estación. Por resistirse a “la ley”, Javier y Melesio son detenidos e incautado el camión. Los costos de preservar la dignidad se elevaron de manera descomunal. Debieron pagar una mordida que desquició las finanzas familiares. Pero lo peor apenas se inicia: la alcabala convirtió a los hermanos en tributarios cautivos de las hienas, a cada paso, una dentellada sin piedad.
Para el año 2018 la incertidumbre se ha explayado y los hermanos Uzcátegui-Chacón están hartos de alimentar la insaciable rapiña de los buitres uniformados. No es lo mismo irse que escapar, y por las fronteras entra el Mito del Dorado. Llegan relatos de tierras lejanas en las cuales es fácil acceder a la moneda dura, y en poco tiempo se recupera la ansiada prosperidad. Son espejismos de carretera, a lo Mad Max. Melesio y Rubén deciden marcharse. Abandonan el hogar mientras Javier hace lo que puede para sobrevivir. La madre deprimida, apenas logra entender lo que ocurre a su alrededor.
Rubén logra colocarse en una finca de Berlín, cerca de Pamplona (Colombia). La herencia de laboriosidad obtenida, bregando junto al padre, le valieron para sobrevivir en un ambiente paramero, semejante al que dejó atrás. Melesio en cambio, siguió caminando con un grupo rumbo a Bogotá. Fue visto por última vez por los lados de Huaquillas, rumbo a Lima. Hasta hoy, su madre pregunta por él sin obtener respuesta. Sólo se atreve a preguntar, y no está segura de querer alguna respuesta. Tal vez regrese, expulsado por el virus.
Melesio si está de regreso, la pandemia lo dejó sin empleo. Logró atravesar la frontera y llegó al país en el cual nació y aprendió a trabajar con pasión. Pero no fue bien recibido. Ahora lo habían convertido en sospechoso de ser un arma biológica y lo tratan como siempre, peor que a un extranjero. Fue despojado del dinero ahorrado, otra vez víctima de las hienas de uniforme. Lo hacinaron en una escuela rural, cerca de San Antonio. Allí debe cumplir la cuarentena implantada. No hay ni agua para beber y así debe enfrentar al virus mortal.
Cuando se afirma que la dictadura venezolana ha destruido la economía, se piensa inmediatamente en PDVSA, en las grandes industrias del hierro, del aluminio o en la hidroelectricidad. Pocas veces pensamos en una destrucción tan profunda como para alcanzar a la familia, la entraña social. La devastación toca la esperanza y la fe de sujetos que no merecen sufrir. En realidad, ha sido un genocidio silencioso, lento pero sostenido. Quizá nunca logremos calcular el número de vidas truncadas por la perversión. Y habrá quienes nunca logren entender el origen del odio y el resentimiento incubados en lo profundo del alma nacional. No lo entenderán porque nunca comprendieron el dolor y el sufrimiento de esos que no merecían sufrir.
Life
Posted at 17:42h, 30 agostoBonjour, el blog tonelada est très réussi! Je te dis bravo! C’est du Beau boulot! 🙂
Salome Alva Alexandria